La justicia norteamericana la había conminado en esas mismas horas a presentar una propuesta antes de fines de marzo. La inflación no existe para ella en la Argentina y la inseguridad es culpa, cuando existe, de los jueces, de Mauricio Macri, de Daniel Scioli, de los socialistas santafecinos y, sobre todo, de Sergio Massa, intendente de Tigre . Filias y fobias del cristinismo en boca de su líder. Fue un discurso presidencial infinito, dicho en un acto en el que no faltó nada de los grandes fastos populistas.

Sobró sectarismo, mientras la República estuvo ausente. El único anuncio concreto que hizo fue coherente con esa escenografía y con esas palabras. Reforma del Consejo de la Magistratura, creación de Cámaras de Casación para todos los fueros judiciales y reforma del Código Procesal.

El corazón de la reforma judicial que planteó, más allá de las palabras y de su atractivo cotillón para algunos sectores políticos, está dirigida a acabar con la independencia del Poder Judicial, el único que no ha sido totalmente colonizado por el kirchnerismo.

Cuando abordó muchos otros temas, Cristina Kirchner hizo referencias peyorativas a la Justicia que no venían a cuento. Llegó a decir que la Justicia no ha cambiado desde la dictadura.

Se autoincriminó si fuera así, porque el kirchnerismo nombró y sacó jueces durante un amplio tercio del período democrático. Su guerra con la Corte Suprema es ya un combate a sangre y fuego.

Acorraló de paso a la Corte con un asunto en el que ésta carece de defensa política: el pago de impuestos a las ganancias, del que los jueces están eximidos. La bestia negra de la Presidenta es Carmen Argibay, la jueza del máximo tribunal de justicia más distante de las presiones de cualquier poder.

Recordó que Argibay había dicho ante el Senado, poco antes de recibir el necesario acuerdo de la Cámara, que ella pensaba que los jueces debían pagar impuestos. En rigor, lo mismo dijeron en el Senado los cinco jueces nuevos que hay (Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda, Elena Highton de Nolasco, Eugenio Zaffaroni y la propia Argibay).

Los colocó a esos jueces supremos en la necesidad política de revisar una vieja acordada de la Corte menemista, que decidió no aplicar las disposiciones de una ley que los obliga a pagar ese impuesto. Pero, ¿por qué habló sólo de Argibay y no del resto de los jueces de la Corte? El problema que ella tiene con las personas no es nunca por su pasado ni por su ideología, sino por el grado de su independencia.

La elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura podría confundir a muchos. Todo lo que es elección popular suele reblandecer a la dirigencia política, oficialista u opositora.

Pícara y nunca espontánea, la Presidenta les dedicó frases lisonjeras a los radicales Ernesto Sanz, Ricardo Gil Lavedra y Ricardo Alfonsín. Por algo será. El golpe a la Justicia podría volver a partir las aguas de la oposición. ¿Insistirá Elisa Carrió con su alianza con "Pino" Solanas si éste se dejara llevar por la reforma cristinista de la Justicia? Seguramente, no.

No se conoce el trazo definitivo de ese proyecto de ley que reformará el Consejo de la Magistratura, el órgano que selecciona, asciende y despide a los jueces. Pero siguiendo los últimos pasos del cristinismo, es probable que la propuesta incluya que la representación sectorial (la de jueces y académicos) se moverá de acuerdo con las mayorías electorales.

Se acabarían, por lo tanto, los dos tercios que hace poco le impidieron al Gobierno el nombramiento de jueces impresentables y la remoción de jueces independientes.

Improvisando como quien toma un café con amigos, la Presidenta llegó a preguntarse por qué van a ese Consejo sólo abogados y no ingenieros, médicos o psicólogos. La respuesta no es complicada: porque eligen jueces. Es, al fin y al cabo, una cuestión técnica.

Esa confusión indica, mejor que cualquier otra cosa, que su intención es llenar el Consejo de la Magistratura con criaturas políticas de su propia hechura. ¿Dónde irían los nuevos jueces? El Consejo tiene la facultad constitucional de echar a los jueces. Habrá vacantes.

Otros lugares donde recalarían las nuevas camadas de jueces serían las Cámaras de Casación, cuya creación en todos los fueros anunció.

Se trata de una instancia superior a las Cámaras actuales, intermedia entre éstas y la Corte Suprema. Es una manera de restarle protagonismo político a la Corte, que quedaría con el virtual papel de un tribunal constitucional para muy pocos casos. Es una forma, también, de debilitar a las Cámaras, que ya no serían la segunda, y a veces, última instancia de la Justicia.

La Presidenta se olvidó de la Constitución, que ordena desde 1994 que todos esos fueros deben ser transferidos a la Capital. Una cosa es que difiera esa transferencia (nunca le dará nada a Macri) y otra es la creación de más burocracia sobre una jurisdicción que ya no le pertenece. No reformará la Constitución para hacer su reforma judicial, como aseguró, pero ignoró su actual escritura.

A todo esto, el Consejo de la Magistratura es un órgano del Poder Judicial que se creó para garantizar la independencia de la Justicia. Si prevalecieran en él las mayorías electorales, su politización sería irremediable. Jueces de La Cámpora reemplazarían a los actuales jueces.

Las medidas cautelares, previstas para garantizar los derechos mientras se sustancia un juicio, dejarían de existir. Muchos de los actuales jueces independientes correrían a afiliarse al cristinismo para preservar sus puestos.

Los malos tragos que le propinó la Justicia con la ley de medios, cuando aguó la fiesta oficialista del 7-D, y con la cautelar que detuvo la expropiación del predio de la Sociedad Rural en Palermo, dispararon la inevitable venganza. Ojo por ojo. El combate es a matar o morir. Hasta que todos, incluidos los oficialistas, terminen muertos.

El cristinismo sabe preparar las grandes ceremonias. La dura ofensiva de Cristina contra la Justicia fue precedida por eficientes teloneros que calentaron la platea.

La Presidenta habló de "lograr una justicia legítima"; 48 horas antes, la devota jefa de los fiscales, Alejandra Gils Carbó, había denunciado una "justicia ilegítima". Cristina promovió la "democratización de la Justicia" justo poco después de que un seminario de funcionarios judiciales kirchneristas, liderado también por Gils Carbó, proclamara la misma necesidad.

Lo único bueno es que no fue peor. No anunció, por ejemplo, una evaluación periódica de los jueces, aunque todavía falta ver la letra diminuta del proyecto de ley sobre la reforma del Consejo de la Magistratura. Podría incluir un constante peritaje político sobre los magistrados.

Tampoco promovió una reforma de la Constitución para limitar a la Corte Suprema hasta su inexistencia, pero ésta es una imposición más que una virtud. Cristina no podría hacer ahora ninguna reforma constitucional.

Tal vez no se ha resignado a esa reforma de la Constitución. Los últimos minutos de su discurso de casi cuatro horas, cuando ya los televidentes se habían ido o dormían, la Presidenta los dedicó a la descripción electoral de una épica que no podría concluir con una mera elección. Nada es casual.

El cristinismo de pura cepa se volcó luego a anunciar el advenimiento de la eternidad para su jefa. Una presidenta que no nombró una sola vez la inflación, y que cree que la pobreza es sólo del 6 por ciento, puede soñar en su aislamiento con lo posible y con lo imposible.