El diputado Andrés Larroque, secretario general de la agrupación ultrakirchnerista La Cámpora, contribuyó al escandaloso final de la sesión del miércoles pasado en la Cámara baja cuando se convirtió en ley el proyecto para habilitar el voto de las personas de 16 y 17 años. Larroque, a los gritos, habló de "narcosocialismo", injuriando a los socialistas que gobiernan Santa Fe debido a las acusaciones que pesan sobre el ex jefe de la policía de esa provincia, Hugo Tognoli. Fue una de las exteriorizaciones más gráficas de los procederes de La Cámpora.
Se ha echado a correr la idea de que los integrantes de esta organización no sólo tienen como propósito copar buena parte de los cargos decisivos de la administración pública, sino también desenvolver un plan de acción tendiente a implantar el socialismo entre nosotros. Pero La Cámpora nada tiene de socialista o, si se quiere extremar el calificativo, de marxista. En verdad, su peligro radica en su ambición y su falta de escrúpulos, que corren parejas con la falta de experiencia de muchos de sus dirigentes. Y en el hecho de que sus integrantes han ido ocupando importantes áreas de Gobierno y organismos estatales que, por lo general, recaudan y administran importantes sumas de dinero.
La Cámpora, con el respaldo de Cristina Kirchner, aspira a nutrir con sus cuadros los distintos ministerios, secretarías, organismos descentralizados y direcciones de carácter estratégico del Estado. Sus integrantes son, sin dudas, estatistas y creen en las bondades de la regulación de todo, en los controles de precios y en los pactos sociales compulsivos. Desconfían de todo capitalismo que no sea el de los amigos y no se les caen de la boca las dos palabras mágicas de su vocabulario: "liberación nacional"
Hay que entender que La Cámpora es peligrosa no en razón de su presunto izquierdismo, sino de su carácter predador y de su manera inescrupulosa de gerenciar la cosa pública. Nada tendría de malo que se hubiesen formado sus integrantes para dotar a una administración flaca, en cuanto a gestión, de burócratas gubernamentales de primer nivel. El problema, en todo caso, es que son unos improvisados convencidos de que van a cambiar la Argentina en virtud de una mística de cartón.
En manos de la organización se encuentran el Registro Nacional de Armas (Renar); la Dirección Nacional de los Registros Nacionales de la Propiedad Automotor y de Créditos Prendarios; la agencia oficial Télam; la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual, que adjudica las licencias de radio y televisión. También, Aerolíneas Argentinas con su vergonzoso déficit; el Organismo Regulador del Sistema Nacional de Aeropuertos (Orsna); la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC), y la Inspección General de Justicia (IGJ).
Es cierto que el nombre que han elegido como mascarón de proa invita a pensar en aquella juventud revolucionaria que reivindicó el camino de las armas y trató, en vano, de repetir en estas latitudes el modelo cubano. Pero todo se agota en el nombre de un oscuro político que terminó siendo despedido por el propio Perón de manera humillante. Si los miembros de La Cámpora supiesen quién fue Héctor J. Cámpora, seguramente habrían elegido a otro personaje para su tarea de marketing político. Pero se han nutrido de un relato sin sustento histórico y se han inventado, para consumo propio, la epopeya de representar la continuación de aquella presidencia tan breve como frustrada. Sin embargo, no son montoneros disfrazados ni comunistas embozados. Tienen poder e ínfulas, manejan suculentas cajas y carecen de escrúpulos: en esto, y no en su discurso, radica su peligro.