CAMBRIDGE.- Cambridge, Massachusetts, que bien podría llamarse Ciudad Harvard, no es el lugar más apropiado para mirar las elecciones norteamericanas . Todo aquí transcurre en un "tiempo académico", lejos de cualquier frenesí. A diferencia de otros campus que conozco, el de Harvard es silencioso y cortés. El viernes o el sábado a la noche hay que estar cerca de los pubs adonde van los estudiantes para escuchar las voces que caracterizan los atardeceres y las madrugadas en, por ejemplo, Berkeley.

Las elecciones tienen el mismo rumor afelpado. Sería falso afirmar que no se habla de ellas.

Pero, mientras esperan que comience alguna actividad, los académicos y los estudiantes no sacan el tema, salvo que se trate de aquellos contaminados por la pasión y, en cada uno de esos casos, salta a la vista el motivo: son extranjeros o militan en alguna política identitaria.

Durante un almuerzo, salta el tema electoral (no he conocido sino a votantes de Obama) y dura unos estrictos diez minutos. Nadie se dedica a la exégesis de la última declaración, salvo que sea imprevista o desmesurada. Por ejemplo, cuando uno de los políticos de las filas de Romney dijo que "si un niño es concebido como consecuencia de una violación, también se trata de un designio divino", todos se indignaron de modo explícito. Y Obama sabe que en esa indignación de los liberales y las mujeres están los votos necesarios para decidir una elección difícil.

Miro por las ventanas de mi departamento. No puedo ver ni un cartel ni, por supuesto, lo que en la Argentina forma parte congénita de las campañas políticas: ni una pintada. Camino por Boston, por Cambridge, por el campus de Harvard y tampoco encuentro rastros gráficos de las elecciones. Los millones están puestos en la televisión y en las redes sociales, es decir, de puertas adentro.

Sin embargo, mucho se juega en ellas. El discurso de ambos candidatos pone el centro en el futuro de las middle classes .

Eventualmente, los pobres o los viejos aparecen, fugaces, en las intervenciones de Obama. Pero lo que hay que ganar, en los últimos días, está en esas capas medias que son el ideal demográfico y cultural de los Estados Unidos.

En este país el voto no es obligatorio. Muchas de las diferencias que percibe una argentina como yo deben de haberse esculpido en la identidad pública a partir de esa decisión institucional.

Cuando el voto es obligatorio hay que buscarlo por todas partes y llegar a los lugares más alejados de la política y del poder. Cuando no es obligatorio, hay que obtener que la gente se inscriba para votar.

Pero esa etapa ya terminó. Estas semanas son las del esfuerzo por llevar a los ciudadanos hasta el lugar del voto, el día de las elecciones.

Obama y Romney, ambos, dan la impresión de que les resultará más sencillo llevar a los integrantes de las capas medias que a quienes pueblan los lugares donde la fortuna no fue benevolente. Por eso han concentrado el foco en las capas medias.

Pero hay otra razón, que es cultural. Estados Unidos, aun después de haber atravesado una crisis, es un país próspero y piensa que tiene a la prosperidad como destino. Las capas medias son identitariamente decisivas.

Estos rasgos de la campaña en el espacio público seguramente dependen del lugar desde donde la estoy viendo. Boston, una ciudad próspera; Cambridge, una aldea universitaria tan cosmopolita como autocentrada.

SIN PARRAFADAS

Por casualidad, estuve en Chicago en abril de 2008. Si bien las elecciones generales no eran tan próximas, lo que entonces se jugaba en la interna demócrata era culturalmente decisivo: la disputaban Hillary Clinton y Obama. Se captaba el suspenso.

No podría responder si mi percepción fue ésa porque se trataba de una opción particular (una mujer y un negro) o porque se trataba de Chicago, la ciudad donde precisamente Obama ahora acaba de emitir su voto por adelantado, para estar en condiciones de visitar las plazas indecisas antes y durante las elecciones. Hoy todos me dicen que esas elecciones tuvieron una vibración distinta.

Por eso las internas demócratas de Chicago en 2008 no me parecieron tan lejanas de la vida cotidiana de la ciudad, que es, por otra parte, una gran ciudad, llena de conflictos, de magnífica arquitectura, con guetos de miserables y de millonarios.

Hoy, sin duda, se juega mucho más que en aquellas internas, ya que soy espectadora de las elecciones generales, en las que un candidato conservador en términos culturales y en economía, y zigzagueante, pero siempre agresivo, en política internacional, enfrenta a Obama, que lleva en su discurso a las mujeres y, al mismo tiempo, mantuvo y mantendrá el liderazgo internacional dentro de un marco de fuerza y "sensatez" (no estoy muy segura del contenido de ninguna de las dos palabras al escribirlas). Es decir, se conducirá como un presidente norteamericano, no aventurero pero inflexible.

Cuando pregunto por Romney, me contestan: "Ese hombre es un desastre". Acostumbrada a las parrafadas de la opinión argentina, me quedo esperando.

Pero ya sé, desde hace años, que la conversación no sigue mucho más, salvo que mi interlocutor sea un especialista. Los que hablan de las elecciones a la manera latinoamericana son, naturalmente, mis interlocutores de ese origen. Hablamos como una etnia en la que se discurre de religión o de magia o de economía doméstica del mismo modo.

Dispuesta a corregir estas impresiones, hace unos días, exactamente el lunes en que tuvo lugar el último debate por las presidenciales, compré una entrada en la Harvard Bookstore y, dos horas antes de la trasmisión, fui al cine donde iba a tener lugar un panel con la jefa de política internacional del Boston Globe, un especialista en derecho público y un periodista de una radio importante.

La secuencia sería: panel, preguntas del público, trasmisión del debate. La noche me obligó a un ejercicio de relativismo cultural. Entre el panel y el debate, hubo veinte minutos libres; conversé con algunos desconocidos. Todos eran votantes de Obama, todos tenían más de cincuenta años, no todos eran académicos. Estar allí era una forma de apoyo a su candidato, pero nadie estaba nervioso.

Algunos de ellos, en los meses previos, habían tocado timbres para persuadir a la gente de que se inscribiera para votar. Las conversaciones eran del todo razonables. Durante la rueda de preguntas habían demostrado un conocimiento preciso de los encierros de la política exterior en Medio Oriente. Y, dicho sea de paso, Medio Oriente y el terrorismo islámico fueron los únicos temas: cuál es la mejor forma de sostener la alianza inconmovible con Israel, cuál es la mejor forma de salir de los teatros de operaciones militares sin debilitar a los "aliados".

Ni en el panel, ni el debate de los candidatos se mencionó otra zona del planeta (excepto las relacionadas con ese conflicto). Se pasó por China a propósito de los problemas comerciales que Estados Unidos debe enfrentar sin ofender las "buenas relaciones"; no existió el resto de Asia, ni África.

Por supuesto, América latina no fue mencionada una sola vez. Ni siquiera Brasil. Tampoco México, nación con la que Estados Unidos comparte miles de kilómetros de frontera y millones de migrantes.

SOY DE OTRO MUNDO

Acá está la clave de todas mis sensaciones de extrañeza. Soy de Otro Mundo. Cualquier diferencia entre culturas políticas que yo perciba tiene que ver no sólo con la objetividad de dos formas diferentes de tramitar una elección. Más profundamente, está arraigada en mi pertenencia a un espacio que no es primera ni cuarta prioridad en el debate americano. Desde hace casi tres décadas, creo conocer tan bien este país como puede conocerlo una extranjera. Nunca deja de sorprenderme.

Todo lo demás pertenece a una comparación demasiado fácil: acá los presidentes debaten con sus competidores y tienen la obligación de contestar cualquier pregunta, agradeciéndola antes a quien la haya formulado. Si no son capaces de hacerlo, no pueden ser candidatos ni a un club de béisbol de las ligas menores.