Abundan en el Gobierno quienes creen que el cacerolazo del 13 no es una señal de alarma , sino la confirmación de que van por el buen camino. El argumento es que el adversario que se les puso delante es el que estaban necesitando para darle impulso a un nuevo ciclo de radicalización que, a los ponchazos, venían tanteando y, ahora, podrá encontrar su escenario y su programa. Hay otros que dudan. Pero es probable que terminen cediendo ante aquellos, porque sólo en la constante radicalización seguirán encontrando razones suficientes para continuar en el mismo barco.

Entre quienes encuentran esa paradójica verdad confirmatoria en las protestas se cuenta Juan Manuel Abal Medina, el jefe de Gabinete: según él, a esa gente no le importa el país y para advertirlo basta con mirarles las caras y la ropa. El racismo invertido, ensayado por Estela Carlotto, Luis DElía y Horacio González (aunque el director de la Biblioteca después moderó sus comentarios), adquirió así su máxima expresión: "ellos" no son "pueblo" ni buenos argentinos, por eso protestan. Y lejos de invitar a revisar el rumbo, proponen profundizarlo.

Es curioso que Abal Medina se haya vuelto la prueba viviente de que demasiado kirchnerismo puede ser dañino. No cabe duda de que es un político trabajador e inteligente. A lo que suma el ser un politólogo sofisticado, capaz de codearse con la academia local e internacional, y el haber atravesado un interesante proceso de maduración, desde sus inicios en la ortodoxa y telúrica revista Línea hasta el ingreso al entorno de "Chacho" Álvarez en tiempos del Frepaso y la Alianza, lo que debió exigirle un giro copernicano en términos de modernidad, fe democrática y pluralismo. ¿Por qué entonces hoy se conforma con hacer que se extrañe la dosis de humor carrero con que al menos Aníbal Fernández vuelve más pasables sus bravatas y descalificaciones?

Que se lo hayan ordenado, que lo manden a hacerlo, no es explicación suficiente. Su ejemplo cuenta porque ilustra lo que parece haberles sucedido a muchos otros intelectuales y políticos K: todos tienen en común el haber sacado sólo lecciones negativas de los experimentos en que participaron antes de desembarcar en el kirchnerismo. Después de acompañar a Menem, la Renovación, Alfonsín o al Frepaso, terminaron renegando de lo que mal o bien esos proyectos tuvieron en común: una cierta dosis de tolerancia democrática y respeto por las instituciones republicanas. Ello explica que, tras ensayar caminos tan distintos, se reencontraran con viejos compañeros en la convicción de que ese virus, el liberalismo político, había sido el común factor corrosivo de sus esfuerzos, la fuente de debilidad y confusión que los había llevado a todos al fracaso. De lo que a su vez extrajeron una inapelable consecuencia: el mandato de regresar a las fuentes comunes en la tradición "nac and pop".

Desde esa posición fuertemente informada por la ideología nacional populista, con esa heterogeneidad de trayectorias a cuestas y una común "lección de la historia", se entiende mejor el papel que juegan tanto la diversidad interna como la fe en una perdurable identidad K para alentar la radicalización. Si les sumamos los éxitos electorales y de gestión de estos años, se entiende también que sus protagonistas no estén dispuestos a escuchar los cantos de sirena de ninguna moderación y encuentren en las voces disonantes la confirmación de lo que quieren creer: que, por más riesgos y costos que implique, siempre será preferible abroquelarse y escalar los conflictos que ceder y negociar.

El adversario, en este caso, una clase media de rostros difusos y mayormente proveniente de los grandes centros urbanos, reúne encima los rasgos necesarios para agitar el "síndrome Fito Páez": es más fácil odiar lo que se tiene cerca y más sencillo atribuirles la voz que se quiere escuchar a quienes tienen infinitas voces y ninguna en particular. Hacerlo viene bien, además, para calmar la ansiedad que genera no tener en el fondo muy en claro de dónde venimos ni adónde vamos.

Si por el lado del relato y la ideología K la diversidad del adversario aporta, otro tanto hace por el lado del cálculo electoral su condición sociológica de "minoría estructural". El Gobierno viene aplicando su estrategia al respecto hace tiempo, combinando iniciativas económicas, institucionales y culturales para lograr una polarización ya no sólo política, sino también social, entre un campo de beneficiarios y otro de expropiados y humillados. Todo en una versión de barra brava de la lucha de clases, que extorsiona a la tribuna con un pacto mafioso: tolérennos y reciban las migajas de la fiesta o corran el riesgo de compartir el destino de las víctimas. Y esto se matiza, según los casos: desde el ya conocido "maltrato al poderoso" con que cotidianamente Guillermo Moreno practica la justicia social hasta el sueño de Mariotto y Manzano de intervenir Cablevisión para bajar a la mitad la cuota de los abonados. El esquema, para funcionar, sólo necesita respetar un simple cálculo: que los que se sientan injustamente tratados no puedan formar una mayoría, para que sus derechos se contrapongan a la felicidad del pueblo.

Sin embargo, esta política que es abundante en maltratos no necesita liquidar al enemigo. Como dijo en una ocasión Jorge Coscia, el populismo peronista siempre ha sabido hacerles la vida insoportable a sus adversarios, y con eso le alcanza. ¿Cabrá la Argentina en este molde? Sostener que nuestra sociedad es distinta a la venezolana, o distinta hoy a lo que fue en los años cincuenta, y confiar en que ésa será una barrera suficiente tal vez sea demasiado optimista. Es lo que tienden a hacer quienes celebran en la protesta del jueves una verdad sociológica de la Argentina opuesta a la oficial: que el nuestro es "un país de clase media". Puede que a éstos les convenga prestarles un poco más de atención a la lógica oficial y a las complejidades políticas que debe resolver.

Todo se resume, finalmente, en un problema de acción colectiva: si los "expropiados y humillados" no son capaces de coordinarse -si ni ellos ni los políticos logran ofrecer alternativas en serio-, el temor a engrosar las filas de los perseguidos y la atracción que ejerzan disfrutes simbólicos y materiales obtenibles a su costa (ver sufrir a los ricos, repartirnos lo que "ilegítimamente" les pertenece, etcétera) puede bastar para que "el modelo" triunfe. O por lo menos para trabar las cosas de manera que la supervivencia acotada de los "otros" no signifique una verdadera amenaza.

La pregunta decisiva es entonces si los resistentes podrán encontrar también una verdad política en la calle que les permita superar su condición minoritaria. Al respecto, lo de Abal Medina fue particularmente infausto, porque puso el dedo en la llaga que llevó a tanta gente a abandonar el letargo: el temor a que el país deje de ser también un poco suyo, a que quienes gobiernan logren dejarlos no sólo fuera de una mayoría circunstancial, sino, definitivamente, fuera de la comunidad.

No deja de tener algo de razón el oficialismo, hay que reconocerlo, cuando advierte que la atribución de todo tipo de males a su gestión es un poco injusta viniendo de sectores a quienes hasta aquí él benefició y mucho: subsidios al consumo, salarios que, por lo menos, les empardan la carrera a los precios, pleno empleo, etcétera. Ahora bien: de esto se podría extraer, como hace el oficialismo, la conclusión de que esta gente no se conforma con nada y se solivianta cuando se les imponen costos justificados, como un poco más de impuestos u obstáculos para que escapen de la inflación.

Pero podría también leerse esta "ingratitud" en un sentido opuesto: concluyendo que fue otra cosa lo que la llevó a movilizarse. En estos términos, la lección podría ser que lo realmente problemático en la relación entre el kirchnerismo y las clases medias ha sido la desproporción entre beneficios materiales, propuestas políticas y horizontes futuros. Precisamente porque el propio Gobierno hizo tanto en el pasado por liberar a esos sectores de las preocupaciones materiales y fortalecer su optimismo, es lógico que esos sectores se muestren tan poco comprensivos cuando se los maltrata. El Gobierno les ha dado los instrumentos y motivos para que se sientan en su legítimo derecho de patalear.

¿Cómo impedir que consideren que los beneficios embolsados los merecían pero que lo que ahora reciben, en cambio, son castigos gratuitos e injustificados?

Es toda esta madeja de equívocos y enredos en que venían envueltos el kirchnerismo y la clase media lo que entró en crisis. Y lo que resultará de ello es hoy difícil de prever.