No somos víctimas de ninguna potencia extranjera, como en 1806, ni tampoco es la fiebre amarilla, como en 1871. Es el mismísimo gobierno nacional de Cristina Fernández de Kirchner el que comenzó y persiste con las hostilidades.
En los 29 años de democracia nunca un gobierno nacional trató tan desconsideradamente y con tanta saña a la ciudad de Buenos Aires, a su gobierno y a su pueblo.
No es sólo el conflicto por el traspaso de los subterráneos, los diez días de paro salvaje, con el millón de pasajeros diarios afectados y la ciudad en su conjunto sumida en el caos y la desesperanza, la impotencia y la resignación. Y por qué no, el dolor y la perplejidad de ver a la presidenta de todos los argentinos (sí, también es la presidenta de los vecinos de la ciudad de Buenos Aires) y a su equipo de gobierno dispuestos a observar el desastre con los brazos cruzados en pos de una estrategia de desgaste. No es sólo eso. Son también los enfrentamientos en el Parque Indoamericano, que costaron la muerte de tres personas; el despojo de los fondos del Banco de la Ciudad; el abandono de las responsabilidades en materia de seguridad por parte de la Policía Federal, que deja sin protección a más de 100 edificios públicos, entre ellos hospitales y escuelas, así como las estaciones de subterráneo; los impedimentos para acceder a financiamiento de obras públicas, y la discriminación en materia de inversiones en infraestructura.
Esta triste enumeración es parte de un ataque deliberado sobre el gobierno de la ciudad, que afecta a su gente.
Mientras la Presidenta se ocupa de castigar a una ciudad que no es su adepta, en el tiempo que el kirchnerismo lleva en el gobierno la ciudad de Santiago de Chile construyó 40 kilómetros de subterráneos en suelo rocoso y la ciudad de México, que comenzó su metro 53 años después que nosotros, ya tiene una red de 202 kilómetros, contra nuestros 52. En ambos casos las inversiones son nacionales y locales. Vaya esto sólo como un ejemplo que debe abrirnos los ojos.
No nos tenemos que resignar a que éste sea el orden de las cosas. Esto puede y debe cambiarse. Y como parte de ese cambio y de otro estilo, en mi condición de ex intendente de la ciudad de Buenos Aires, expreso mi solidaridad con el jefe del gobierno porteño frente a los ataques sistemáticos que está sufriendo.
Quienes pertenecemos a otras fuerzas políticas y los independientes no podemos permanecer indiferentes como si esto fuera el problema de otros. Quienes tuvimos la responsabilidad de gobernar esta ciudad en cuatro administraciones diferentes, quienes incorporamos a la Constitución nacional la elección popular del jefe de gobierno y la autonomía de la ciudad tenemos la obligación de contribuir a la superación de este absurdo.
Nos afectan tanto que se ataque al gobierno de la ciudad como sus consecuencias sobre millones de personas. Al igual que en un bombardeo, el objetivo se lleva adelante sin considerar las víctimas y los daños que se ocasionan. Al igual que en los bombardeos inescrupulosos, sufren las escuelas, los hospitales, otros bienes públicos y privados y se altera la vida cotidiana de la gente.
La Nación argentina y la ciudad de Buenos Aires necesitan y merecen otra cosa. Nos resistimos a presenciar en silencio una disputa insensata que perjudica profundamente a la ciudad y a la Nación. Nos resistimos a la apelación presidencial de crear un enfrentamiento entre los porteños y el resto de los argentinos, falso e irresponsable.
Propongo, por ello, que apelemos a las viejas reglas de la hospitalidad.
La ciudad hospeda al gobierno nacional en su propio territorio por ser la capital de la República Argentina. Este hecho, ineludible para ambos gobernantes, debería obligar a conductas y compromisos de convivencia, al margen de las opiniones o posiciones políticas que se tengan con relación a los más variados temas (ocupación del espacio público, seguridad, piquetes, libertad de expresión y circulación, tránsito, etcétera).
Se requiere una comprensión acabada de ambos gobiernos sobre cuáles son sus atribuciones y responsabilidades; y, desde lo político, el respeto de cada uno por las competencias del otro, la buena fe para facilitar las tareas y el respeto profundo al pueblo que eligió a cada uno para cosas distintas.
No se trata de lo que les gusta a unos y otros, sino del respeto a las representaciones que se ostentan.
Es obligación de la ciudad hospedar y facilitar el desenvolvimiento eficaz del gobierno nacional, porque aquí están instalados la Casa Rosada, el Congreso y el Palacio de Justicia, cabezas de los tres poderes de la Nación. Es responsabilidad del gobierno nacional, a su vez, no avanzar sobre el dominio del anfitrión. No es ignorando los derechos de la ciudad ni poniéndola en penitencia o castigo por sus posiciones políticamente distintas como cumple con sus obligaciones el huésped.
En la antigüedad, los griegos atribuían a la hospitalidad el carácter de una de las virtudes principales, cuya vigilancia estaba encargada al juicio de los dioses.
En la actualidad le cabe a la ciudadanía la tarea de juzgar si sus gobernantes están siendo virtuosos frente a la responsabilidad que se les ha otorgado en el momento de elegirlos para gobernar.
Es a todas luces evidente que, al no cumplir con las reglas de hospitalidad y respeto, la Presidenta está faltando a sus obligaciones con la ciudad, con los porteños y con todos los argentinos.
El permanente estado beligerante del gobierno nacional contra la ciudad, su gobierno y sus habitantes ha roto no sólo con las reglas básicas de la hospitalidad, sino con el deber de un gobernante para con sus gobernados. Los acontecimientos de los últimos meses no permiten vislumbrar un horizonte con cambios. Depende ahora exclusivamente de nosotros demostrar qué otra forma de relación se puede construir sobre la base de la colaboración mutua, que no es otra cosa que demostrar que otro país es posible.