La aparición del dólar paralelo, los arbolitos, la palabra pesificación, el corralito cambiario, las trabas para importar, la carencia de repuestos y electrodomésticos, nos retrotraen a una Argentina que queríamos olvidar. Flota en el ambiente la presunción de una devaluación ante la evidencia de un dólar oficial barato, pero que no es accesible para el hombre de la calle. También se observan los retrasos tarifarios en el transporte y la energía, regulados durante años por un gobierno populista que ahora no encuentra la forma de normalizar el sistema de precios para dejar de pagar enormes subsidios. Ha intentado hacerlo pero ha quedado a menos de mitad camino, paralizado por los efectos recesivos de los primeros ajustes tarifarios. Muchos recuerdan situaciones similares que llevaron a recuperaciones abruptas, como en 1975 y 1989. Entonces uno se pregunta: ¿ha analizado este gobierno las causas y consecuencias de las crisis históricas, como las de 1989 o 2001? Es necesario aprender de las experiencias pasadas y sería imperdonable volver a tropezar con la misma piedra.
Prácticamente todas las crisis económicas que vivió la Argentina tuvieron un origen fiscal. Hoy no es diferente. En 1989 se arrastraba un déficit financiero de casi 10 puntos del PBI del que a su vez un 40 % era ocasionado por las pérdidas de las empresas estatales y otra buena parte era los altos intereses que se pagaban sobre la deuda pública. En 2001 el déficit era de 4 puntos y a ese ritmo crecía la deuda pública y asustaba a quienes podían prestarle al gobierno argentino, hasta que dejaron de hacerlo. En 2012 el déficit financiero, después de impuestos, también llega a 4 puntos, tres de la Nación y uno de las provincias. Pero hay una diferencia en contra de la situación actual. El gasto público que en 2001 era un 30% del PBI hoy ha trepado al 43%. La recaudación alcanza niveles record y el gobierno sigue cobrando retenciones a las exportaciones a pesar del retraso cambiario. No es sostenible. La economía se ha enfriado con claras señales de recesión, lo que podrá agravar la situación fiscal. Así lo advierten los mercados, por eso se ha enrarecido el crédito y el riesgo-país ha trepado a niveles próximos a las antesalas de aquellas crisis del pasado.
Una visión poco profunda podría entender que hoy la situación del balance comercial es superavitaria, y que las reservas son importantes, diferenciándose así de lo que ocurría en 1989 o en 2001. Los precios de los productos agrícolas se mantienen altos y la Argentina goza de una situación inédita y favorable en el índice de términos de intercambio. Sin embargo cuando se va a la cuenta corriente que incluye intereses y servicios, y si además se considera la fuga de capitales, se entiende porqué el gobierno está angustiado tras los dólares. Bien computadas, las reservas se muestran insuficientes para seguir pagando con ellas los vencimientos en moneda extranjera de la deuda pública. Sin crédito externo esto constituye una seria amenaza para un gobierno que ha sabido dilapidar como ningún otro y que no quiere ni mencionar la palabra ajuste. Ante esos temores ha actuado de la peor manera. Ha embestido contra las importaciones e intenta un férreo y policial control de cambios. El efecto es más recesión y un dólar paralelo que aumenta la brecha con el oficial, mellando aun más la confianza.
El grado de monetización de la economía se muestra hoy más favorable que en 1989 y que en 2001. La relación M1/PBI es hoy de 13,5% mientras que en aquellos dos años había bajado a 1,4% y 6,5% respectivamente. Si bien hay retiro de depósitos en dólares, todavía no se observa una huida del dinero ni una merma de depósitos en pesos. Esto supone que hay un mayor espacio de tiempo para poder rectificar los rumbos y encarar políticas racionales antes que la crisis no se pueda gobernar. Sin embargo no parece haber en la cúpula del gobierno ninguna claridad sobre el camino a seguir. Los ímpetus ideológicos se combinan con un intervencionismo directo y simplista. La improvisación se pone en evidencia y los propios funcionarios deben desmentirse unos a otros. Estamos ante una mala praxis que debe corregirse si no se quiere volver a tropezar con las mismas piedras que nos produjeron tanto daño.