No le ha sido suficiente la paliza recibida en las últimas elecciones, como resultado de su empecinamiento en presentarse dividida. No escucha la indignación ciudadana, que critica su rol de pigmeos. Igual que el oficialismo, la oposición vive en una burbuja. La diferencia consiste en que el oficialismo abarca un gran arco que va desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha (Hebe de Bonafini y DElía, para ilustrar con nombres) y aspira a mantenerse en el poder a cualquier costo. La oposición, en cambio, no sabe construir su propio gran arco, ni cómo presentarse, ni por dónde marchar, ni cómo aumentar su influencia.
Es cierto que se destacan figuras dignas en el espectro opositor. Pero, con escasos nombres, sus respectivas agrupaciones no se deciden a asumir el estado crítico de la República. Por eso no se apuran en desarrollar mecanismos de articulación y definir programas de largo alcance. No construyen el edificio de una alternativa sólida, confiable, racional y patriótica, concentrada en los temas centrales, con vistas a un futuro sólido, sobre los cuales no existen diferencias de significación. Hasta ahora no han establecido comisiones mixtas de trabajo y proyecto, no han convocado a los cientos de especialistas capaces en todas las áreas que posee nuestro país. Se limitan a unas patéticas danzas de comité. A soñar con un protagonismo que les caerá por arte de magia. No advierten que pela la urgencia y esta urgencia necesita de un cuerpo opositor múltiple en sus orígenes, pero unicolor en su objetivo de salvar la República y la democracia. No alcanza con votar en forma dispersa en el Congreso, porque aumenta la insignificancia de cualquier alternativa. Los protagonistas de la oposición -repito: con excepciones- se limitan a maquillajes, negociaciones de corto vuelo, respuestas confusas a la agenda oficial, ambiciones personales, y conceptos nublados por su arcaísmo y miopía. En otras palabras, reproducen ad náuseam el modelo populista (oportunista) que mantiene encadenada en un pantano la extraordinaria potencialidad argentina. No se han dado cuenta de que China, por ejemplo, desde que se atrevió a dejar en la historia el fósil modelo colectivista de Mao, ¡aumentó 45 veces su PBI! Por lo tanto, urge liberarnos de las cadenas populistas que enriquecen a unos pocos y hunden en un pozo sin fondo a toda la nación.
La desgracia no sólo consiste en que la Argentina vuelve a enloquecer con las fracasadas "soluciones" del pasado, a pisar de nuevo las mismas trampas y cometer desaguisados de consecuencias graves. La desgracia es que se pisotean las instituciones de una forma parecida (por ahora no igual, aunque no tenemos garantías) a las dictaduras. La oposición no es escuchada porque se le adelgazaron las cuerdas vocales por haber perdido el tiempo y la oportunidad peleándose entre sí.
La misma oposición es responsable de haber instalado una profecía autocumplida. Su dispersión ha intensificado su desprestigio. Hasta se afirma que no tiene proyectos, lo cual no es verdad. Tiene proyectos, pero no trascienden ni enamoran. No llaman la atención, no se escuchan, no estimulan la esperanza, no son objeto de debates encendidos. Una propuesta por aquí y otra por allá, un gestión municipal o legislativa con algunos aciertos, leyes que a pocos movilizan no alcanzan para que explote un entusiasmo transformador.
Es evidente que el relato oficial tiene potencia y carece de límites. No le interesa cómo van las cosas en la realidad concreta; todo vale, también las contradicciones, también las mentiras, para imponer un relato hipnotizador. Aunque es absurdo, machaca sobre los rasgos paradisíacos de su "modelo". Estamos mejor que nunca -grita-, basta con ver lo que pasa en otras partes. Además, la culpa de nuestras "pequeñas" dificultades las tiene siempre otro. No es difícil encontrarlo. Y si no se lo encuentra, se lo inventa. El procedimiento es sencillo y tiene larga historia. También tiene historia la posibilidad de alienar el entendimiento de la mayoría con una buena maquinaria propagandística, por eso se anhela poner un cierre relámpago a toda expresión disidente (Goebbels, gran maestro). A los viejos enemigos se los recicla y añaden otros. No olvidemos -aunque los argentinos somos amnésicos- que Néstor Kirchner, a poco de iniciar su gobierno, martilló la táctica de esparcir el miedo con ataques en rápida sucesión a los bancos, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, el liberalismo, las corporaciones multinacionales, el campo, la prensa, los débiles opositores, viejos aliados convertidos en "padrinos", empresarios con nombre propio, etcétera. Resultó eficiente para el aumento de su poder unipersonal, porque el vértigo de enemigos no daba tiempo para reponerse de la sorpresa. Y esto fue seguido por el vértigo de los escándalos, ya que el de hoy difumina al de ayer.
El envilecimiento se derrama como una lluvia de pus. Desde arriba se esparce el ejemplo de cómo se puede usar el poder para enriquecimientos ilícitos. Ya estamos acostumbrados a que los delitos sean impunes cuando los comete alguien vinculado al gobierno central o es socio de alguien atado a ese poder. Se tejió y dilató una red que no podrían sostener ni los cíclopes de la mitología. La corrupción no irrita más: su cotidianeidad ubicua la ha convertido en un hecho natural; ni siquiera se dice "roban pero hacen", sino "roban, ¡qué le vamos a hacer!". La sucesión de garrotazos que muelen las espaldas de la Justicia tampoco estremece. El abrazo a los Tribunales en la Capital Federal para darles fuerza a los magistrados dignos -que aún existen- no tuvo ni las repercusiones de un piquete.
Perdió vigencia el mérito, la constancia, la decencia. Son virtudes arcaicas e ineficaces. Ahora lo que importa es la viveza. Sí, ha resucitado la viveza que se había infiltrado en el ADN nacional. Pero no se trata de una viveza que antes se limitaba a travesuras, el humor picante o beneficios de poca monta. No. Se trata de una viveza que destruye la República y compromete el destino del país. La oposición tiene el deber de reinstalar la ética y avanzar hacia la tolerancia cero en materia de delitos. Hace falta poner antibióticos a la infección moral que corroe los pilares de la nación. Los sufragios designan a quienes deben servir, no para que se sirvan.
Señores representantes de la oposición: observen que quienes integran el vasto sector intermedio o indeciso -ni fanático del oficialismo ni fanático de su colapso- están dejando de creer en el "relato" con el que se les quiere taponar el discernimiento. No los mueve el odio. Ocurre que la realidad abre los párpados y obliga a ver. Muchos se dan cuenta de que las reglas de juego han dejado de ser predecibles y esto desanima cualquier proyecto productivo. Un día se promete una cosa y al día siguiente se realiza otra. También perturba que el poder nacional haya quedado reducido a una sola persona. Por genial que sea esa persona, es una persona, no más que eso. ¿O hemos retrocedido al Estado de Luis XIV? ¿O a la URSS de Stalin?
Por más que los argentinos del sector intermedio sean bombardeados con publicidad sobre los beneficios del "modelo", muchos ya admiten consternados que impera una corrupción monstruosa, superior a la de cualquier gobierno del pasado, incluso de las dictaduras. Les irrita que numerosos personajes estén contentos porque integran la legión de funcionarios pagados para gritar, aplaudir y arrodillarse. Comparan nuestro país con otras economías emergentes, incluso las vecinas. Basta con mirar a Brasil, Perú, Uruguay, Costa Rica, incluso Paraguay. Y asusta el desatino de quienes conducen al nuestro.
Vuelvo a insistir en el ejemplo venezolano, sobre el que escribí hace poco. Ese pueblo sufre un autoritarismo más largo que el de los Kirchner. Un autoritarismo con más arbitrariedades y cronificación inflacionaria que el argentino. Es un pueblo que comienza a reconocer cómo se han desperdigado sus recursos y cómo lo han aliado con el narcotráfico y regímenes tenebrosos (Siria, Irán, Corea del Norte). Por eso la oposición venezolana se iluminó y comprendió el error de mantenerse dividida. Tuvo la inteligencia que aún le falta a la nuestra. Asume que debe salvar la República y la democracia por sobre todas las cosas. Los matices ideológicos quedan para más adelante. Cincuenta comisiones estudiaron las diversas áreas de una buena gestión gubernamental. Convocaron a cuatrocientos expertos. No gastaron sus horas en rencillas internas ni en condenar a unos por estar a la izquierda y a otros por estar a la derecha. Tampoco quisieron imponer desde el comienzo a las denominaciones o figuras que emblematizarían el conjunto. Luego de consensuar un programa común, reparador, racional y factible, este sólido arco llamó a elecciones abiertas y eligió a sus representantes. Ahora forman una oposición vigorosa y confiable, no un triste carnaval de pigmeos.