El revalúo de las tierras rurales en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, antesala del aumento del impuesto inmobiliario, presenta, por la magnitud de sus crecimientos, unidos a la ya importante presión tributaria, un efecto confiscatorio.
En el caso de Entre Ríos ya se han recibido boletas impositivas con aumentos que van del 500 al 600 por ciento, indigeribles desde cualquier punto de vista. En esta provincia mesopotámica, además, se acaba de sancionar una ley que impone un tributo del 3 al 6 por ciento del valor de los granos cosechados, según las características de los cultivos y la eventual degradación de los suelos.
La suma de impuestos y tasas al campo resulta intolerable. Cabe tener presente la formidable imposición que representan las retenciones a las exportaciones, que cercenan el 35 y el 32 por ciento del valor de las ventas externas de soja y sus elaboraciones de harinas y aceites, respectivamente; el 23% de las de trigo, y el 20% de las de maíz.
No hay país en el mundo que aplique este tributo de manera generalizada y en semejante magnitud, especialmente si se añaden el IVA, el impuesto a las ganancias sin ajuste por inflación, el correspondiente a la ganancia mínima presunta y bienes personales, el impuesto al cheque, el aplicado a los ingresos brutos, las tasas viales y de abasto, entre otras gabelas con importante impacto.
En este contexto, el incremento del impuesto inmobiliario rural ha caído como un balde de agua fría sobre las espaldas de los productores.
Nada aconseja partir de semejantes proporciones que, en todo caso, responden a desbordes presupuestarios propios de las administraciones públicas, exacerbados en tiempos electorales.
Preocupan asimismo expresiones de promotores del incremento inmobiliario que intentan hacer aparecer al agro como una fuente formidable de rentabilidad.
No puede obviarse el fenómeno de la sequía, que ha abarcado unos 22 millones de hectáreas cultivadas con maíz y soja, que esta columna editorial ha cuantificado para productores propietarios a razón de una reducción de sus ganancias a la mitad de las habituales, mientras que entre los productores arrendatarios se estiman cuantiosos quebrantos.
La dirigencia agropecuaria ha reconocido la procedencia de un aumento del impuesto inmobiliario rural, pero resiste los absurdos y exorbitantes montos involucrados, cuya aplicación llevaría a una importante descapitalización que a nadie conviene por sus implicancias en la producción y en los propios recursos de las correspondientes jurisdicciones.
Por otra parte, una mayoritaria proporción de las tierras cultivadas están en emergencia agropecuaria, como resultado de las recientes sequías.
Mientras la Argentina transita por este erróneo sendero, Brasil, nuestro vecino y socio del Mercosur, acaba de proceder a una desgravación en procura de mayores niveles de producción agrícola y alimentos, renglones que han proporcionado al país importantes aumentos productivos que lo colocan en los primeros lugares del mundo como productores y exportadores de soja y sus elaboraciones, de carnes vacunas, aviarias, porcinas y jugos cítricos, entre otros. Brasil es hoy una potencia agrícola mundial.
El camino emprendido por nuestro país es el reverso de la medalla: consiste en aislarse cada vez más del mundo, mediante la corroída sustitución de importaciones y el vicioso sesgo antiexportador.
La actual intensificación de las restricciones de las importaciones y cambiarias están, ya a poco de haber sido instrumentadas, produciendo nuevos estragos con efectos en la desarticulación de la economía en su conjunto, en el empleo, en las inversiones y, en general, en el crecimiento y el bienestar colectivo.
En suma, está claro que con más impuestos y más restricciones en los mercados, sólo se arribará a más desalentadoras consecuencias.
Como tantas veces insistimos desde estas columnas, el justificado reclamo de los productores agropecuarios persigue no que el Estado les dé una mano sino que, simplemente, quite su mano voraz e insaciable de sus bolsillos.