El elegido no salió de una deliberación cuyos contenidos fueran conocidos por nadie. Lo tenía in péctore y reunió a la plana mayor para decirle lo que había decidido en soledad. A nadie se le ocurrió que las cosas podían suceder de otro modo, ya que la Presidenta ha hecho del secreto un estilo para tomar decisiones. Maneja el tiempo, la oportunidad, la puesta en escena, las invitaciones, la difusión televisiva y por redes sociales, los pequeños signos de favoritismo, las menciones, los reconocimientos.
Desde la muerte de Néstor Kirchner, el peronismo convergió en la figura de la Presidenta. La mesa chica fue más chica que antes y quienes, con razón o sin ella, presentan reclamos u objeciones, como Moyano, quedan mal colocados en la perspectiva que organiza las jerarquías de la platea de los actos presidenciales. Un ceremonial de alta precisión decide, en cada caso, quién puede estar dentro de la esfera de límites invisibles pero precisos cuyo centro lo ocupa la Presidenta-Sol. A ese espacio se lo denomina "la cápsula". Esto sucede con todos los presidentes, sin duda, ya que su entorno físico más inmediato no puede quedar librado al azar (la seguridad del mandatario está en juego). Lo que distingue a "la cápsula" argentina es que muestra la temperatura de las relaciones entre la Presidenta y el resto: es un teatro expresivo del día a día de la política.
Cristina Kirchner actuó como si su poder dependiera de dos factores: por un lado, la destilación que purifica casi todo elemento exterior; por el otro, su relación "directa" con la "gente" en actos organizados hasta la minucia. Ambos factores conservaron su importancia durante toda la campaña que la condujo al triunfo. Si se la juzga por los resultados, la Presidenta no se equivocó en nada. Por lo tanto, tiene todas las razones para conservar el estilo.
En ausencia de un partido organizado (el Frente para la Victoria tiene accesos espasmódicos de reunión de sus autoridades), Cristina Kirchner ocupa también ese lugar. Se acepta el liderazgo absoluto porque, hasta ahora, ha conducido a grandes triunfos electorales. Es difícil sugerir a un vencedor que cambie los modales con que llegó al lugar donde está parado, ya que su autoridad no se sostiene únicamente en logros de gobierno o en programas, sino en la eficacia de los resultados. Sobre los programas se puede discutir, los números que reflejan los logros pueden examinarse y resultar, a veces, exagerados. Pero los números electorales, no admiten vueltas. La victoria da derechos.
Como sea, es posible preguntarse si el secretismo presidencial es indispensable o, más sencillamente, un rasgo que caracteriza a Cristina Kirchner. Formulado de otro modo: ¿podría la Presidenta gobernar sin tener siempre en vilo a todo su gabinete? ¿Podría gobernar en una cotidianidad política más transparente? ¿Podría gobernar sin ejercer un control de hierro sobre las declaraciones de sus funcionarios? Si la respuesta a estas preguntas es afirmativa, si se pensara que Cristina Kirchner no necesita de tanto poder acumulado en su persona, habría que concluir que el secreto del poder es un rasgo del poder mismo. Como si se concluyera que el poder sólo se ejerce de manera concentrada y sólo si sus decisiones son fulminantes y el proceso que llevó a tomarlas se caracterizó por el secreto.
El periodismo tiene como tarea profesional transgredir los límites del secreto. Como actividad sostenida en el lenguaje y las imágenes, puede hacerlo traicionando sus propios fines, mintiendo y mintiéndose. Pero su razón de existencia, el motivo que lleva a un lector a un diario o a un portal de noticias es enterarse de lo que no sabe porque no está dentro de su territorio físico o mental, pero que intuye que lo concierne. La antipatía que el poder siente por el periodismo es una reacción perfectamente fundada. Sin algo de secreto, no hay poder. Sin develamiento de una porción de eso oculto, tampoco hay periodismo sino comunicación de lo que otros deciden que es comunicable.
Lo dicho no implica una glorificación del periodismo cualquiera que sea su estilo, ya que puede haber periodismo que produzca el develamiento de un secreto sólo a cambio de colaborar en el ocultamiento de otros; o periodismo que revele secretos que no son de interés público, cruzando la frontera movediza con la esfera de la vida privada. Inscripto en la lucha de significaciones que es toda la cultura, el periodismo vela y devela. Sin embargo, si omite toda revelación de lo oculto, si omite por completo señalar su existencia, se convierte en Boletín de los Administradores del Secreto. Una concepción que se atenga a lo absoluto del poder es hostil al periodismo, no porque sea objeto de críticas sino porque el secreto queda bajo la amenaza de ser descubierto. Las críticas pueden resultar molestias secundarias, frente a la amenaza principal de que el periodismo esté en condiciones de atravesar una barrera detrás de la cual palpita el núcleo del poder.
Esto no significa, por supuesto, afirmar al poder presidencial como absoluto (tiene dificultades para serlo realmente, más allá de los deseos de quien lo ejerce). Quiere decir, más bien, que la fusión de jefa de Estado, jefa de gobierno y jefa de todos los kirchneristas se apoya, seguramente, sobre muchas cualidades pero también sobre el ejercicio del poder como suspenso: no te diré cuál será tu destino hasta la medianoche del día indicado; no sabrás dónde irás a parar si caes en desgracia, y tampoco evitarás terminar allí donde no quieres terminar ni podrás llegar al lugar que deseas y crees merecer. Para que haya suspenso, algo debe quedar oculto. Para que haya poder concentrado y personal alguien tiene que preservar para sí el monopolio de un secreto (ésta no es una novedad, ya que hace un siglo lo afirmó Georg Simmel, uno de los grandes pensadores sociales).
Por supuesto, el esquivo ideal de transparencia democrática se opone a esta concepción centralista y circular del poder. Es un horizonte sobre el cual se recortan las formas reales de ejercicio. La cuestión no es si ese ideal se realiza por completo fundando un mundo donde los ángeles vengadores de WikiLeaks estén de más. La cuestión es, más bien, si quienes ejercen el poder lo tienen como horizonte deseable aunque huidizo. Si la forma de distribuir y concentrar poder se opone o es relativamente compatible con el ideal.
Por el momento, la Presidenta cree más en la eficacia del secreto que en el ideal de la transparencia. Cada político hace su mezcla. Cristina Kirchner confía en que el secreto se compensa con una escena de "comunicación directa": ella, en las pantallas de los televisores, hablando frente a reuniones de vecinos, de obreros, de escolares, de industriales, que están allí como representación en miniatura de la variada multiplicidad del pueblo, una suma de audiencias reales y audiencias mediáticas. El secreto no se disuelve sino que, por el contrario, se profundiza, porque nadie, sino la Presidenta, puede ocupar esos lugares del ceremonial de Estado y gobierno.
Pero hay algo que a veces resulta ingobernable. La lógica del secreto tiene su doble en la lógica del rumor. Si la Presidenta suscribe la primera, no podría molestarse frente a la segunda, porque vienen juntas. Suspenso y secreto desencadenan el trascendido. Esto sería, de todos modos, un problema menor. La lógica del secreto busca algo más: que las decisiones políticas se presenten como invariables hechos consumados. El secreto sustrae a las decisiones tanto de la esfera del debate como de una anticipada rendición de cuentas. Podrá decirse que así se ejerce el poder cuando se tiene la mayoría. Más bien, lo pondría a la inversa: las mayorías pueden ser usadas de muchos modos. El destilado de concentración vertical y secreto no es inevitable.