Además del resquebrajamiento de su política económica, el proyecto kirchnerista empieza a “hacer agua” por razones estrictamente políticas. Por cierto que la economía y la política están interrelacionadas pero también existen factores independientes en cada una de ellas.

La llegada del kirchnerismo al gobierno se debió a determinadas circunstancias políticas que, actualmente, han dejado de tener la vigencia que tenían hace seis años. Por entonces, el país estaba muy anarquizado. Para sostener una mínima gobernabilidad era necesario prestarse a prácticas que sólo un gobierno desprovisto de toda sensibilidad moral, como el de los Kirchner, podía estar dispuesto a convalidar. Había que pactar con los piqueteros, transigir con activistas, negociar con lo peor del sindicalismo, admitir extorsiones, tolerar y en cierto modo alentar todo tipo de arbitrariedades y vulneraciones del derecho, responder a las demandas más cuestionables provenientes de los sectores más reprobables de la sociedad. Todo esto creó un cuadro de situación ideal para que un sujeto inescrupuloso y cínico como Néstor Kirchner se encumbre hasta el gobierno. Kirchner es el representante político de lo peor de Argentina que, en determinado momento, después de la crisis de diciembre de 2001, encontró despejado el camino para imponer a toda la sociedad sus pautas, sus valores y, por supuesto, su política. La llegada del kirchnerismo al gobierno es un indicador de que el clima social estaba dominado por los sectores más repudiables de la comunidad. Algo parecido pasó, por ejemplo, cuando surgieron las condiciones para el sobrevenimiento de la dictadura de Rosas.

Kirchner no creó esta situación pero la aprovechó en su beneficio. Sólo alguien dispuesto a gobernar del modo en que él viene haciéndolo podía ocupar el gobierno en ese contexto porque la alternativa a la política negociadora de Kirchner hubiese sido enfrentar a piqueteros, activistas, sindicalistas y otras lacras por medio de la fuerza, con toda la escalada de violencia que semejante accionar hubiese traído aparejada, pero la sociedad en su conjunto no hubiese convalidado semejante curso de acción. Después de los episodios de diciembre de 2001, la demanda tácitamente mayoritaria de la sociedad era que se atenuase la violencia y, para que eso sucediera, era necesario tener una actitud muy contemplativa frente a los grupos que la estaban practicando porque, de lo contrario, se hubiese producido una espiral de agresiones mutuas entre el estado y los insurgentes, de consecuencias impredecibles. Semejante clima social le cayó como “anillo al dedo” a Kirchner y fue también el motivo de que todos los demás posibles candidatos de aquel entonces fueran quedando de lado. No había espacio político para emplear la fuerza para enfrenarse a los revoltosos y nadie, excepto Kirchner, estaba dispuesto a prestarse a las inmoralidades que Kirchner practica cotidianamente.

Pero el tiempo pasa y las circunstancias cambian. Todos los grupos que tenían tanta influencia hace seis años han perdido peso y las demandas de la sociedad son de otra naturaleza. El movimiento de violencia callejera ha perdido fuerza y espontaneidad, en parte porque la política negociadora del kirchnerismo les ha dado beneficios que han concluido por subsumirlos en la dinámica general de la sociedad. Esa exaltación de la marginalidad y su proclamación como virtud se han desgastado y no tienen ni remotamente el peso de hace algunos años. Este cambio de escenario hacen que el kirchnerismo ya no tenga nada para ofrecer a la sociedad. ¿De qué sirve tener una cierta capacidad para negociar con grupos violentos si estos tienen una actitud poco beligerante?

El kirchnerismo, como cualquier gobierno en cualquier lugar y época, fue la expresión de un cuadro de situación dado en una determinada circunstancia. Como también es usual en la dinámica política, la propia acción de ese gobierno agota su razón de ser y entonces es cuando se produce su declinación. Este desgaste político es simultáneo y concordante con el resquebrajamiento de su política económica. Todas las piezas del rompecabezas se acomodan armónicamente y por eso van surgiendo iniciativas opositoras que antes no llegaban a cristalizar, precandidatos presidenciales que muestran su disponibilidad para postularse como sucesores del kirchnerismo y gobernadores que se distancian del gobierno para no quedar “pegados” mientras comienzan a lucubrar fórmulas políticas para determinar futuros gobiernos.

Pero tampoco es probable –ni sería conveniente- que el kirchnerismo se desbarranque abruptamente. La señora Cristina tiene aún casi tres años de gobierno por delante y tiene derecho a permanecer en la Casa Rosada hasta el 10 de diciembre de 2011. Argentina necesita que sus presidentes terminen sus mandatos, no que deban dejar el gobierno antes de tiempo porque la situación política y/o económica se torna insostenible. Es bastante probable que el propio cuerpo dirigencial del peronismo se encargue de ponerle a Kirchner los límites necesarios para evitar que se embarque en políticas extremas que deriven en la auto-desestabilización pero, al mismo tiempo, le acotarán el espacio de maniobra para que no intente perpetuarse, lo cual es muy improbable que suceda porque no tiene consenso electoral para conseguirlo. Por lo demás, para el propio kirchnerismo, nada es más conveniente, si tiene que dejar el gobierno, que hacerlo de modo prolijo en tiempo y forma porque eso lo legitimará para continuar ejerciendo influencia en el futuro.

Seguramente el próximo gobierno que surja –que sería impensable que no sea de extracción peronista- tendrá un contenido ideológico distinto, mucho más moderado que el del kirchnerismo, y eso seguramente tendrá un efecto beneficioso tanto en lo político como en lo económico y propenderá a reorientar, probablemente de modo gradual, muchas de las políticas que fueron aplicadas en los últimos años. Hasta tanto eso suceda, el kirchnerismo continuará gobernando a su manera, esperemos que con las consecuencias menos graves que sea posible.