El Alto Valle del Rio Negro y Neuquén es una gigantesca obra de ingeniería de más de 65.000 hectáreas repartidas a lo largo de 130 kilómetros. La demostración práctica del poder civilizatorio de las buenas políticas de gobierno; políticas a largo plazo; políticas que para gusto o disgusto de muchos dieron forma a este oasis y gracias a las cuales hoy en Alto Valle habitamos más 860.000 personas.

A finales del siglo XIX el Gobierno Nacional tenía por objetivo la nacionalización de los nuevos territorios. La geografía que ofrecía la Patagonia Norte era especialmente destacable.

A propósito de ella, el coronel M. J. Olascoaga, en su libro Aguas Perdidas describía: ""Nada hay más notable y precioso en la República Argentina, como situaciones para población, con un delicioso clima, como campos de labor para toda clase de cultivos, para explotación de minerales de toda especie"". El problema: el valle era una joya en bruto. Para su explotación era necesaria una monumental obra de ingeniería que permitiera trasladar el agua de los ríos hacia las zonas desérticas y así volverlas cultivables.

El pequeño grupo de colonos que se asentó en la margen del Río Negro no tardó en construir el primer canal de riego. A este pequeño asentamiento llegó el Padre Alejandro Stefenelli, quien entendió que el desarrollo social y cultural no sería posible sin el desarrollo económico de la zona. El canal se desbordaba en épocas de crecidas, incluso en una ocasión hubo que mudar el pueblo completo por las inundaciones.

El desarrollo humano necesitaba del desarrollo agrícola y este no sería posible sin un nuevo canal que permitiera regar todas las chacras sin desbordarse con las crecidas. Stefenelli comenzó a reclamarle al Estado Nacional un nuevo sistema de riego y un plan educativo para poder vivir de una forma más digna. Fue así que emprendió un viaje a Buenos Aires para concretar una reunión con el entonces presidente Julio A. Roca. De ella volvió con 27.000 pesos más tres escuadrillas de 30 hombres, inmigrantes italianos, para concretar la obra. A esta empresa se sumaron el ingeniero César Cipolletti y más tarde el ingeniero Rodolfo Ballester.

En el libro de sesiones de la cámara de Diputados del año 1879 quedaron plasmadas las palabras del por aquel entonces ministro Sarmiento, que decía: "Los ingenieros y prácticos llevarán por encargo examinar el declive de la mesopotamia que forman el Colorado y el río Negro desde el Neuquén, a fin de designar los puntos en que el agua se hallaría al nivel de la superficie para establecer canales de irrigación. Si esto se obtiene con facilidad tendríamos un país de irrigación como el valle del Nilo, con dos Nilos en lugar de uno...".

MODELO EXITOSO

Y lo lograron. Con mucha agua y con aun más esfuerzos se consiguió domar el desierto. El valle se convirtió en un oasis. Esta riqueza antigua, la tierra con agua, abundante y próspera no tardó en hacerse codiciar. Como era de esperar, terminó en manos de un puñado de terratenientes que poco hicieron para su verdadera explotación. Así fue como sobraron las polémicas y llegaron los ingleses. Ellos eran los dueños de Ferrocarriles del Sud, sociedad que poseía el tren, la principal vía de comunicación y comercio.

Este únicamente se ocupaba para trasladar soldados a la frontera, no era rentable, su plan era tener el monopolio del transporte de bienes. Pero nada se podría transportar si nada se cultivaba. Así fue como los ingleses, mediante la Compañía de Tierras del Sud Argentino, adquirieron las tierras y las parcelaron en pequeñas unidades productivas de alrededor de 12 hectáreas. Para luego darlas a pagar a crédito mayoritariamente a inmigrantes italianos y españoles que nada tenían por suyo sino sus manos, su trabajo y su familia.

El modelo local agroexportador comenzó primero con pasturas ablandando el terreno para dar lugar a frutales. ¿La trampa? Ellos proveían de la tecnología, realizaban el transporte tanto de insumos como de productos mientras que los trabajadores se quedaban con el trabajo y los riesgos. Aun así, llegaron por miles huyendo de la guerra, buscando un futuro mejor, atraídos por las oportunidades, soñando tener su pedacito de tierra y proveer a su familia.

De este modo surgieron los primeros chacareros tan peones como terratenientes. Junto a ellos creció un laborioso entramado social compuesto por obreros, comerciantes y profesionales. A la par que florecía una rápida industrialización demandante de tecnología, insumos y mano de obra para proveer de fruta al país y al mundo.

Nuestros bisabuelos domaron el desierto, nuestros abuelos lo cultivaron y nuestros padres lo rentabilizaron. Esta historia de luces y sombras, de capítulos tan mágicos como oscuros, es una historia colectiva e intergeneracional de necesidad, esfuerzo, inteligencia y trabajo. Toda la Argentina es parte de esta heredad. En prácticamente un siglo logramos convertir un desierto en el vergel con la mayor producción de frutas de pepitas del hemisferio sur y el volumen de exportación de peras más grande del mundo. Es por eso, que nuestra generación no puede quedarse callada ante los flagelos que hemos naturalizado.

Las aguas, que Stefenelli, Cipolletti, Ballester y un ejército de obreros con esfuerzo condujeron dando vida a un oasis y su población, hoy se encuentran contaminadas. Paradójicamente algunos pueblos no son capaces de montar la infraestructura necesaria para dejar de derramar efluentes cloacales en los ríos. Cuanto menos para evitar el fracking en medio de las chacras lo cual supone la hipoteca perpetua del terreno. Para no entrar en discusiones sobre las bondades de una fractura hidráulica subterránea de hasta siete kilómetros a escasos metros del río solamente basta apreciar el metro de calcáreo que erigen sobre los montes. Por otra parte, es agraviante e inmoral la ociosidad del suelo bajo riego en este Valle.

Las tierras trabajadas con tanto sacrificio hoy se encuentran abandonadas, a la buena de Dios, por dilemas jurídicos que parecen nunca terminar. Curiosamente, en la región más extensa y menos poblada de la Argentina, no hay acceso a la tierra disponible para el trabajo y la constitución de la familia. Las tomas de tierras fiscales, los asentamientos precarios y los barrios de emergencia no son un problema cultural, son un problema político.

Como también lo es la crisis del empleo, generada por leyes laborales que destruyen puestos de trabajo condenando a miles de trabajadores a la precariedad, montando una industria del juicio que atenta contra la productividad y la seguridad jurídica.

Trabajadores y empresas también tienen que soportar una salvaje carga tributaria sumado a la falta de políticas a largo plazo que apuesten por la producción. Es imperante la necesidad de desregular la aplastante masa burocrática del Estado. Solo con el acceso al capital y los medios de producción para los emprendedores y pequeños empresarios, podremos ponerle un límite a la concentración de mercado a la que están arrastrando al valle y al país.

Hemos aprendido de nuestra historia que el secreto de la población y del progreso es el camino humilde donde se mueven los pequeños, el conjunto del bien de estos hace grande a una Nación, como cada una de las células hace al cuerpo. Valen más cien pequeños propietarios obreros que cinco multinacionales. Sólo el camino libre de trabas, seguro y económico hace a una sociedad más digna. No queremos el favor de ningún político, queremos lo que nos pertenece por derecho propio. Defenderemos con uñas y dientes aquello que es nuestro, especialmente aquello por lo que tanto hemos trabajado: nuestro país de regadío.

Fuente: La Prensa