Cada vez que esto ha ocurrido entre nosotros se ha repetido lo expresado antes, hasta el cansancio. Se ha hablado de los primeros cien días en los cuales resulta necesario obrar los cambios estructurales indispensables. Porque, transcurrido ese lapso, le será imposible a cualquier administración, o titular de la costera de Hacienda, hacer la diferencia.
Sergio Massa no es una excepción a esta regla de oro. El sabe que el tiempo no es neutral; y aquello que no logre realizar durante su corta luna de miel, difícilmente podrá ejecutarlo cuando el impacto generado por su asunción como ministro se haya desvanecido, y su nombre no suscite esperanza alguna en la gente. La audacia que le sobra no compensa —sin embargo— las dificultades con las que ha topado en las primeras semanas de su derrotero y, de momento, no puede solucionar.
Por de pronto, las rencillas existentes entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner que —si bien no se ventilan en público— siguen su curso, tras bambalinas. Que el temor a un estallido haya acortado ciertas distancias no significa que la jefa del Frente de Todos haya cambiado de opinión respecto del hombre que ella catapultó a la presidencia de la Nación. Lo considera un inútil y hasta un traidor. Calla sus disidencias porque es consciente de la debilidad del gobierno, pero de su parte no hay olvido ni perdón. De su lado, Alberto Fernández considera que la Señora es una entrometida que complica las cosas más de lo que ayuda. A lo apuntado hay que sumarle los celos del presidente, que aún es dueño de la lapicera. En el fondo, nunca comulgó demasiado con la idea de que Sergio Massa fuese el indicado para reemplazar a Juan Manzur o a Silvina Batakis. Pero —ante el descalabro económico— debió hacer de la necesidad, virtud. Con todo, no resulta un aliado incondicional del nuevo titular de la cartera de Hacienda.
Considera que es una suerte de advenedizo que le hace sombra. La segunda dificultad viene dada por el hecho de que Sergio Massa dista mucho de ser un superministro. No tiene todo el poder en materia económica ni lo tendrá. Es algo que ni Cristina Kirchner ni el presidente están dispuestos a entregarle. Ha conseguido meter baza en la hasta hace poco inexpugnable Secretaria de Energía, lo que no significa que pueda su novel responsable de origen salteño manejarla como desearía. Por otra parte, no hace falta recordar que Miguel Pesce sigue instalado —contra el parecer de Massa— en el Banco Central. O que la pobre segmentación de las tarifas y las promesas de podas al gasto público y de que no solicitara más fondos de la Tesorería en lo que resta del año para financiar el dispendio del sector público, es cosa fácil de anunciar y difícil de poner en marcha con la celeridad que se requiere para esquivar el precipicio.
El tercer inconveniente —y seguramente, el de mayor importancia— se resume en la falta de un plan conforme al cual obrar en medio de la tormenta. Hasta aquí los anuncios hechos por el ministro han sido expresiones de deseo sin demasiada consistencia. El mejor ejemplo es la reciente firma de los contratos para construir el gasoducto de Loma de la Lata. Fue presentada con bombos y platillos, como si mañana estuviese terminado y comenzara a funcionar. Es una gran noticia —sin duda— aunque en el mejor de los casos estará listo dentro de un año.
Entretanto, las importaciones de gas natural, de gas licuado y de gasoil demandaron U$ 6.600 MM en el primer semestre del año en curso. Con la particularidad de que, en los segundos seis meses de 2022, la cifra orillaría otros U$ 6.500 MM.
Por lo que se ha visto hasta el momento, no hay nada sólido y articulado. Es cierto que no tiene Massa posibilidades de poner en marcha un plan de estabilización de la economía.
Para ello le faltan espaldas, espacio y tiempo. De ahí a creer que con parches es posible salir adelante, media una distancia considerable. Las buenas intenciones —dando por descontado que las tiene— no alcanzan. Y las señales que preanunciarían una dirección correcta no se vislumbran todavía.
Sergio Massa lleva dos semanas en el Palacio de Hacienda y es cuando menos curioso que no termine de entender que —más allá de lo que puedan ayudarlo la suba de las tasas, el canje de la deuda en pesos y el aumento de las tarifas, que le darán algún respiro pasajero— el tema de fondo son los miles de productores agropecuarios —no la Mesa de Enlace ni las grandes cerealeras— que demandan un tipo de cambio satisfactorio. El que les convenga vender —que es cuanto necesita el gobierno— resulta directamente proporcional a los incentivos que se les ex– tiendan. Por ahora no aparece ninguno, y ello tiene que ver con los escollos que debe sortear el ministro. En petit comité, antes de asumir, le dijo a un selecto grupo de amigos que era su intención reconocerle el valor del dólar MEP al campo. Por lo visto, no pudo vencer las resistencias de la Señora al respecto.
Hay un cuarto quebradero de cabeza contra el que Massa es impotente: el loteo y loquero de la administración pública. Con un presidente que es el hazmerreír del país y, no obstante, no se da por enterado de su condición; un jefe de Gabinete dibujado; un canciller al que cualquiera dentro del Palacio San Martín se le insubordina y actúa por las suyas —las declaraciones del embajador en Pekín, Vaca Narvaja, y de Gustavo Martínez Pandiani nos eximen de mayores comentarios— y una vicepresidente con mucho más peso que Alberto Fernández, la tarea de alinear la tropa, consensuar un mismo libreto y tirar todos para el mismo lado, se transforma en una tarea imposible de acometer.
Sergio Massa tiene una única misión: impedir que su club —en este caso, el gobierno nacional— pierda la categoría y deba jugar el año próximo en la Segunda de Ascenso. Aunque pudiese reacomodar ciertas cargas, ordenar mínimamente las cuentas públicas, reducir los adelantos del Tesoro, subir las tarifas de nuevo antes de fin de año y convencer a los chacareros, no le alcanzaría para ser competitivo en las urnas. Deberá convivir con una inflación de 100 %, reservas al límite, y el fantasma de una devaluación que lo acompañará hasta el fin de su gestión. A lo sumo podrá ser un bombero, nunca un santo milagroso.
Las desventuras del oficialismo deberían representar una bendición para la principal fuerza opositora, si no fuera por la inesperada reaparición de Elisa Carrió, siempre dispuesta a ganar protagonismo y a levantar —en contra de sus ocasionales enemigos— acusaciones tan discrecionales como irresponsables. En realidad, la líder de la Coalición Cívica se ha aprovechado desde antiguo del respeto reverencial que le tienen los principales referentes de lo que en tiempos pasados fue Cambiemos y luego pasó a llamarse Juntos por el Cambio. Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal y buena parte del radicalismo tiemblan ante Lilita, lo cual ha generado un fenómeno sorprendente: el que una figura con escasos votos y un desequilibrio emocional notorio se convirtiese en la guía moral de ese espacio, o poco menos.
La Carrió se ha caracterizado por presagiar catástrofes y fulminar condenas con base en su supuesta honestidad y en la corrupción de sus adversarios. Cambiante a través de los años, con pujos de infalible en materia ética y una predisposición a denunciar ilícitos sin demasiadas pruebas, ahora se las ha agarrado con casi todas las figuras de Juntos por el Cambio, excepción hecha de Mauricio Macri y de Horacio Rodríguez Larreta. Si estos la guionaron en su nueva cruzada o sus sentencias nacieron de su pura voluntad, es cuestión abierta a debate. Pero que obró una revolución de proporciones en las filas opositoras, resulta seguro.
Más allá de lo discutible de sus afirmaciones, según las cuales Emilio Monzó y Rogelio Frigerio serían los corruptos, mientras Macri y Rodríguez Larreta —nada menos— resultarían impolutos, lo cierto es que su sola presencia plantea por anticipado los problemas que sobrellevará
Juntos por el Cambio en caso de ganar las elecciones presidenciales que se substanciarán entre agosto y octubre del próximo año. A diferencia de cuanto había ocurrido en oportunidades anteriores, esta vez ni Patricia Bullrich ni tampoco Gerardo Morales se han quedado callados.
Los dos, por cuerdas separadas, le han salido al cruce sin demasiadas contemplaciones. Cosa curiosa, ni Macri ni el lord mayor de la capital federal han levantado la voz y condenado los exabruptos de su compañera de equipo, que no sólo se ha permitido enlodar a políticos de su propia fuerza con argumentos falsos —metiéndose inclusive en la vida privada de las personas— sino que, a la hora de poner el dedo en la llaga, se ha cuidado de no mencionar las miserias de sus amigos. Como quiera que sea, hay motivos de sobras para pensar que en el oficialismo y en la oposición no se puede descartar ningún escenario. Todo es posible. Nada es definitivo.
El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín Monteverde