El Día del Trabajador es la oportunidad para celebrar y rendir homenaje a todas aquellas personas que se esfuerzan cada día en el mercado laboral para llevar sustento a su familia y aportar al desarrollo del país. El trabajo, desde el punto de vista individual, se reivindica como el principal mecanismo para el bienestar material de las familias. Desde el punto de vista colectivo es un componente esencial para el progreso social.
Sin embargo, en las actuales condiciones, el Día del Trabajador debería ser también una jornada de reflexión sobre la situación del mercado laboral. Hay evidencias de que el mercado de trabajo se ha ido apartando del imaginario tradicional que reduce las relaciones laborales en función de patrones y trabajadores. Por eso, al alto valor simbólico del Día del Trabajador es conveniente matizarlo ante una realidad mucho más compleja.
Una faceta particularmente sugerente aparece cuando se analiza la situación de la gente en edad de trabajar. En Argentina hay aproximadamente 23 millones de personas urbanas en edad de trabajar, esto es, entre 20 años y la edad jubilatoria. Según el INDEC, la situación laboral de estas personas se puede clasificar como sigue:
Un 28% son asalariados privados registrados y profesionales en ejercicio liberal de la profesión.
Un 45% son empleados públicos o trabajadores informales.
El restante 27% no tiene trabajo sea porque busca y no encuentra (desempleado) o porque directamente ni siquiera busca (inactivo laboral).
Estos datos muestran que apenas poco más de un cuarto de la gente en edad activa trabaja como dependiente en una empresa formal o en el ejercicio liberal de la profesión. Casi la mitad son empleados públicos o informales y el otro cuarto directamente no tiene trabajo. Si bien esta clasificación no es estricta (por ejemplo, dentro del empleo público y los informales hay ocupaciones de alta productividad y hay inactivos que optan por no trabajar aunque pudieran) las proporciones son tan contundentes que alcanzan para reflejar el enorme déficit de empleos de calidad que es lo que degrada la situación social.
Si bien muchos factores contribuyen a agrandar los déficits laborales, uno particularmente importante es la obsolescencia de las instituciones laborales. Normas que datan de 1953 (Ley de Negociación Colectiva) y de 1974 (Ley de Contrato de Trabajo) siguen siendo sostenidas ignorando los profundos cambios de contexto que generan el avance de la tecnología y la globalización. Hay mucha pasión y añoranza en la negación a actualizar las instituciones laborales, pero también operan presiones para sostener privilegios espurios.
Frente a este cuadro de situación algunas políticas son meras expresiones de deseo con cargas de ingenuidad. Por ejemplo, transformar los planes asistenciales en un puente al empleo formal. Otras son directamente inconsistentes, como las orientadas a fortalecer la “Economía Social”. Apoyar la “Economía Social” implica aumentar la carga impositiva sobre los emprendimientos más productivos, que son los que generan empleos de calidad, a los fines de subsidiar los emprendimientos menos productivos, que son los que generan los empleos de menor calidad. El resultado de estas intervenciones, más allá de los objetivos declamados, es profundizar la degradación del mercado de trabajo.
La creciente presión impositiva y regulatoria sobre el sector formal destruye empleos y deteriora los salarios. Esto está motivando que para algunas personas sea más atractivo subsistir en el asistencialismo, combinado con un trabajo informal, antes que acceder a un empleo más productivo en el sector formal. Se trata de una situación extrema y terminal. Mientras siga cayendo el empleo formal, más inviable será sostener el financiamiento del asistencialismo y más degradadas serán las condiciones en el trabajo informal.
Fuente: Idesa.org