Es más, todo ha empeorado de manera significativa, sin que puedan descubrirse indicios de que en los días por venir las cosas mejoren. Los males no sólo hacen mella en la piel —por momentos, paquidérmica— del oficialismo sino también en esa variopinta coalición que —no sin cierta pomposidad— se ha dado a sí mismo el nombre de Juntos por el Cambio. Con la coincidencia —no podría ser de otra manera— de la extensión de tanta calamidad a la sociedad en su conjunto. Resultaría contradictorio que, si el gobierno no pega una y no atina a salir de las arenas movedizas que lo tienen inmovilizado debido a su propia incapacidad, y el principal bloque opositor se parece cada día más a una bolsa de gatos, el popolo grosso no sufriese sus consecuencias, como si fuese un compartimento estanco. En medida diferente —como ocurre siempre en estos casos— todo el conjunto social sufrirá el peso de un ajuste que sólo el kirchnerismo, por razones entendibles de concesión política, se niega en redondo a aceptar discursivamente.
Conforme han transcurrido los días, más y más ha quedado en evidencia que Martín Guzmán creyó posible ganar tiempo con base en una palabra que él mismo puso en circulación —al menos para uso interno— en los primeros momentos de la administración en la que revista en calidad de ministro de Hacienda: saraza. Pero lo que de ordinario sirve de puertas para adentro en un país donde la mansedumbre de la gente es proverbial, no se da ni por asomo de idéntico modo cuando los interlocutores son los técnicos del Fondo Monetario y el secretario del Tesoro norteamericano.
A esta altura del partido no se terminan de entender bien los motivos en virtud de los cuales el titular de la cartera de Economía se presentó a poncho en la reunión de la semana pasada con los gobernadores. Porque, malgrado el hecho de que no todos los mandatarios asistieron y que la oposición se negó unánimemente a hacerse presente, de cualquier manera lo estaban mirando y examinando no solamente los mercados criollos sino los internacionales; los amigos y enemigos; la propia tropa y los diputados y senadores que pegaron el faltazo; los burócratas del FMI y los del Club de París. A la cita física fallaron los más importantes. La cita mediática, en cambio, tuvo la atención de todos.
Y entonces, ¿por qué no llevó Martín Guzmán a esa exposición ningún número consistente? Llegados a esta instancia, cuanto esperaba la totalidad de los interesados en la materia eran precisiones netas, no consideraciones generales. Insistir en que no estará el gobierno dispuesto a postergar el crecimiento —un simple rebote, dicho sea de paso— en aras de poner en marcha el ajuste tan temido, representa fulbito para la tribuna justificable tan sólo en una charla de unidad básica o en una tribuna de campaña electoral. Nada más. Sucede, sin embargo, que no se hallaba, el funcionario mencionado, en un ateneo partidario. Había anunciado —con bombos y platillos— una reunión en la que le explicaría al país donde se hallaba parado en la negociación con el Fondo Monetario Internacional y cuáles era los avances y retrocesos en ese derrotero. Pues bien, lo único que hizo el discípulo de Stiglitz fue discursear buenas intenciones y vocear deseos imaginarios con una dosis de improvisación alarmante.
Como era de esperar, la reacción que cosechó estaba cantada. Ninguno de los que le prestó atención por fuera de la sala donde se desarrolló la conferencia abrigaba demasiadas esperanzas respecto de la calidad y claridad de la ponencia por tres razones diferentes entre sí, aunque relacionadas. De un lado, el pobre resultado que arroja el manejo de la economía en el año que acaba de finalizar. Aun con un superávit comercial de U$ 14.000 MM; el regalo caído como maná del Cielo de los derechos especiales de giro, equivalentes a U$ 4.500 MM de la misma moneda; la recaudación por única vez del impuesto a la riqueza, y un precio no menos excepcional de los commodities de origen agropecuario, el Banco Central carece de reservas líquidas de libre disponibilidad, la inflación superó 50 % anual, la pobreza oficial alcanzó a 40 % de la población —la real, no obstante el tipo de cambio atrasado, alcanza a más de la mitad de la población— y el riesgo país supera los 1.800 puntos básicos. El segundo motivo radica en la falta de seriedad de Guzmán a la hora de presentarle números al FMI: su empecinamiento con la fantasiosa proyección inflacionaria de 33 % para este año y la insistencia en referir al déficit fiscal sólo en términos primarios —sin considerar el pago de intereses— puede que sean digeribles entre nosotros. Al Fondo no le hace demasiada gracia. Es como si les tomasen el pelo. El tercer dato que preocupa al staff se vincula a las perspectivas económicas globales, que golpearán a las naciones subdesarrolladas. A saber, el alza de las tasas de interés de la Reserva Federal, el incremento del precio de la energía a escala global y las desfavorables condiciones climáticas —una sequía sin precedentes en los últimos veinticinco años— que naturalmente afectarán las cosechas en la Argentina.
Conviene no perder de vista que no sólo los principales miembros de la oposición y los imperialistas malvados de la película le han perdido la confianza al gobierno. Por la deriva inflacionaria, la CGT le acaba de reclamar al Ministerio de Trabajo que reabra las negociaciones paritarias. Argumenta —no sin cierta razón— que los acuerdos homologados en su momento han sido superados por el alza del costo de vida. Hablando pronto y claro, ningún sindicalista cree en la pauta oficial de 33 %. Tampoco los líderes de los movimientos piqueteros de mayor calado —aliados del oficialismo— se han quedado atrás en sus reclamos de subsidios de todo tipo. Y si se le preguntase, en off the record, a cualquiera de los integrantes del equipo económico o del elenco ministerial que acompaña al presidente si consideran que ese 33 % es un pronóstico serio, ninguno levantaría la mano para defenderlo.
Si bien algunos de los kirchneristas de paladar negro desearían posar de malos y forzar las cosas hasta bordear el default o, inclusive, asumir el riesgo liso y llano de traspasar el limite y asumir las consecuencias de no pagar la deuda una vez más, de momento son sólo baladronadas. Claro que, de tanto tirar la cuerda, ésta puede romperse sin que esa haya sido la voluntad de las partes. Lo que parece transparentar la irresponsabilidad de Guzmán es menos una táctica de desgaste que una fenomenal falta de ideas. Literalmente, el gobierno no sabe qué hacer con un tema que —para colmo de males— es tabú en todo el espectro progresista. No existe funcionario —de Alberto Fernández hacia abajo, incluyendo, a esta altura, a la vicepresidente y sus íntimos— que no sepa que van a tener que tragarse un sapo. La cuestión es cómo digerirlo y cómo explicarle a sus seguidores y a la sociedad toda la dimensión del ajuste que van a tener que aceptar.
Si la intención presidencial fuese la de un gurkha en la materia, no hubiera honrado los distintos compromisos parciales con el Fondo Monetario en tiempo y forma. Hasta aquí ha cumplido religiosamente y todo hace suponer que lo seguirá haciendo. Ayer pagó un poco más de U$ 692 MM a los bonistas por la deuda reestructurada en 2020. Entre finales de este mes y comienzos de febrero vencen U$ 1.100 MM, y en la segunda semana de marzo corresponde abonar U$ 200 MM más al Club de París. Aun si para el 22 de marzo no se hubiese alcanzado acuerdo con Kristalina Giorgieva, siempre existiría la posibilidad de algún tipo de alargue ante nuestra manifiesta imposibilidad de pago. Pero si se llegase a esa instancia sin avances significativos, los mercados —cada día más escépticos— obrarían pensando más en un default que en un final feliz. En resumidas cuentas, para comienzos de marzo a más tardar, debe existir —si no un programa de facilidades extendidas completo y firmado— la certeza de una luz clara al final del túnel que no sea la de un tren que viene de frente.
Con una bomba de tiempo activada y la cuenta regresiva en marcha, no debiera perderse de vista que la relación de fuerzas es tan desventajosa para el país que dilatar un acuerdo —por inconveniente que luzca— seria algo así como jugar a la ruleta rusa con una contraparte más poderosa y que no tiene tanto para perder. Un evento de default al Fondo no le haría gracia ninguna. A la Argentina, la precipitaría a una de las situaciones más críticas de su historia. ¿Se da cuenta de ello Alberto Fernández cuando, en medio de tamaño tembladeral, se permite fogonear marchas destituyentes a expensas de la Corte Suprema y asumir la presidencia de la CELAC? …Hay que saber cuándo y dónde jugar con fósforos.
Hasta la próxima
El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín Monteverde