En Argentina, la política de congelamientos y subsidios a las tarifas es más
la regla que la excepción. Hasta la década de los ’80 no se hacían explicitas
porque las empresas de servicios públicos eran estatales y la contabilidad para
nada transparente. En la década de los ’90, luego de las privatizaciones y de un
sinceramiento tarifario, el tema desaparece de la agenda política por unos años,
dado que sin inflación no había necesidad de ajustes. Luego, a partir de 2002,
con la salida de la convertibilidad y la nueva explosión de los precios, lo
primero que se hace es mantener congeladas las tarifas. En 2005, ya con un
elevado atraso tarifario, vuelve a la superficie la necesidad de salir del
congelamiento. Sin embargo, el gobierno de aquel momento decide posponerlo, y,
para compensar a las empresas de servicios públicos, se pasó a subsidiarlas.
Estos subsidios explicaban la mayor parte del déficit fiscal de aquella época.
Una década después, la corrección fiscal era inevitable y el gobierno de
Mauricio Macri inicia un esquema de tarifa segmentada: tarifa normal para las
familias de ingresos medios y altos y tarifa social para las de menores
ingresos. Entre 2016 y 2019, se redujeron los subsidios energéticos en 70%, y
los usuarios pasaron de pagar un 15% del costo real a cerca del 80%. Sin
embargo, luego de los malos resultados en las elecciones el mismo gobierno que
había sincerado las tarifas optó por volver al congelamiento.
El actual gobierno continuó naturalmente en esta línea, en un intento de controlar la inflación. El problema más importante de esta mala política es que las tarifas de servicios públicos están congeladas, pero no así los costos y precios vinculados a la energía y otros servicios, los cuales están fuertemente atados al dólar. El costo monómico, que es el costo real de generar energía en el país, trepó 86% entre enero de 2020 y octubre de 2021. Como consecuencia del congelamiento, lo que paga el usuario se diluyó y actualmente va entre el 30% y 40% del costo total. De esta forma, la cobertura de subsidios en el costo de las tarifas pasó de menos del 40% a fines de 2019 a superar el 60% en la actualidad. Esto se traduce en transferencias de subsidios que, anualizadas, alcanzan los USD 10 millones y crecieron un 114% en dólares desde enero de 2020.
Esta política, en una economía que acumula una larga historia de déficits fiscales, y que el actual gobierno aceleró, es el peor remedio a la enfermedad. Con elevado déficit fiscal y limitado acceso al crédito, estos desequilibrios se financian con emisión monetaria, y el excedente de dinero en poder de la gente que genera la emisión presiona sobre los precios. Entonces, mientras se continue subsidiando las tarifas, cuyos costos aumentan junto con la inflación, se continuará incrementando el déficit, la emisión y las presiones inflacionarias. En este contexto, las tarifas deben corregirse. Si bien la reducción de subsidios tiene un costo político, será peor el costo de someter a toda la población a continuos aumentos de precios, cuando la inflación ya está por encima del 50% anual.
En conclusión, el supuesto “remedio” anti-inflacionario de congelar tarifas y controlar precios, es peor que la enfermedad, ya que solo lleva a una profundización de esta. La única manera de controlar la enfermedad inflacionaria es con un ordenamiento integral del sector público para reducir el déficit fiscal de manera sostenida en el tiempo.
Fuente: Idesa