Argentina tiene una deuda con su Norte. Pero no una deuda económica, como a veces se cree simplonamente, sino una deuda de proyecto.
El cambio copernicano que significó la exitosa inserción internacional de la región pampeana a finales del siglo XIX tuvo como contrapartida una postergación inocultable de las regiones extrapampeanas. No era un destino ineludible pero no sirve llorar sobre la leche derramada, ni levantar el dedo con admoniciones fuera de época.
Tenemos un resultado institucional y territorial construido a lo largo de décadas con responsabilidades múltiples acumuladas. Pero, sin dudas, el elemento determinante ha sido el cambio de rol de casi todas las aristocracias locales del Norte que, a falta de un modelo que potencie sus economías, hicieron del control de un creciente sector público el elemento central de un modelo de acumulación burocrático de recursos y poder. En esa circunstancia es que, a lo largo del siglo XX, nuestro Norte ha ido desplegando expulsión poblacional, hipertrofia estatal y lo que he denominado “subdesarrollo inducido”. Las tres cuestiones están asociadas y constituyen el fundamento de un modelo que se ha mostrado hasta ahora estable e impermeable a los cambios políticos de superficie. Sin dudas se ha configurado una cultura. Argentina ha construido un federalismo mendicante en el que las clases bajas y medias de las provincias “ricas” pagan impuestos para que las clases altas de las provincias “pobres” controlen sus territorios y subaprovechen los recursos.
Argentina ha construido un federalismo mendicante en el que las clases bajas y medias de las provincias “ricas” pagan impuestos para que las clases altas de las provincias “pobres” controlen sus territorios y subaprovechen los recursos.
Durante décadas esto podía simplificarse así: la conflictiva relación entre los capitanes de la industria (de mercado cerrado) y los sindicatos industriales mutaba en alianza sólida a la hora de mantener al país aislado de los flujos comerciales para garantizar los empleos metropolitanos. El costo oculto de tal operación era la imposibilidad de promover la salida global de nuestras economías extrapampeanas, y la moneda de cambio para que esas provincias aceptaran esa situación era la distribución de impuestos pagados en las áreas metropolitanas y en la pampa húmeda para que esos gobiernos provinciales, con esos recursos, “controlaran el territorio”. Economía cerrada, provincias controladas. Los actores visibles, todos satisfechos.
La preferencia del control sobre la creatividad, de las seguridades prebendarias sobre el riesgo empresarial, es la piedra angular en la que se cimenta un modelo que necesita de la hipertrofia estatal y de las migraciones como variables de ajuste del “control territorial”. Esa hipertrofia estatal no solo opera como anómalo seguro de desempleo (de gestión arbitraria), sino que cumple dos funciones adicionales: estructura la contención, en sus cargos jerárquicos, de las clases medias formadoras de opinión, y permite el uso del Estado como herramienta de construcción política en función de la enorme dependencia burocrática del poder público.
No existe ningún caso a escala global de una democracia de calidad sin el auxilio de una burocracia de calidad. Ni en los países de Estado ínfimo. La construcción de una estatidad desjerarquizada es un veneno sin antídoto que debilita los poderes democráticos. No solo ese Estado será incapaz de gestionar bienes públicos complejos, sino que se constituye en fuerza de legitimación del poder democrático circunstancial. La enorme dependencia de amplios sectores sociales de los recursos del sector público es lo que ha transformado las luchas por justicia y libertad (caso María Soledad, crimen de la Dársena, etc.) en episodios de alta intensidad simbólica, grabados en la memoria popular, pero cosméticos a la hora de producir cambios en el modo de construcción de poder o de gestión de los recursos.
Sin una burocracia local competente y un sistema de condicionalidades, todos los recursos fiscales tienden a consolidar los modelos de control y no a financiar el desarrollo.
La gesta federal inconclusa de Argentina requiere colocar en un lugar central del debate político el diseño territorial y la reconfiguración y profesionalización del Estado. No se trata de “desarrollo local” en su versión minimalista de la economía, sino de incorporar una perspectiva de políticas públicas que tome en cuenta la heterogeneidad del territorio en su sentido más cabal. Heterogeneidad ecológica, cultural, social, etc. Sin una burocracia local competente y un sistema de condicionalidades, todos los recursos fiscales tienden a consolidar los modelos de control y no a financiar el desarrollo.
La modernización parcial y fragmentada del país nació como un error de diseño, pero se consolidó como una matriz conveniente a un modo de ejercer el poder, cuyo fundamento material es la coparticipación federal de impuestos. A las autoridades centrales de un país desequilibrado les resulta absolutamente funcional que, al menos la mitad de sus provincias, soporten una dependencia marcada de los recursos federales.
¿QUÉ HACER?
Frente a la pregunta recurrente acerca de si es resoluble la actual situación del conurbano bonaerense, mi respuesta (también reiterada) es que la transformación del conurbano empieza en el norte argentino. Comprender las dinámicas territoriales, el rol de los diferenciales de desarrollo relativo, las lógicas detrás de las inversiones y las migraciones, y el lugar de las infraestructuras y el hábitat es esencial para entender cómo se conforma un modelo de agregación sociodemográfica. El territorio es un sistema, nunca un capricho.
Más allá del enorme valor simbólico de algunas iniciativas, pensar el territorio como sistema es algo distinto a ponerle nombre de prócer a un programa de gobierno, utilizar la palabra “reparación” o garantizarle el mercado doméstico a empresarios amigos del poder de turno. Antes que nada, es entender cómo se tejen las relaciones entre actores y recursos para generar lo que en los últimos años la literatura ha bautizado como “competitividad sistémica territorial”, que no es otra cosa que un conjunto de atributos que posibilitan un desempeño económico satisfactorio, social y ambientalmente.
Sabemos que los niveles de actividad, la diversidad de la base económica y el nivel creciente de incorporación de conocimiento y sofisticación en los procesos productivos impulsan cambios sociales que exceden el ámbito de la propia economía. Cuando la base económica es frágil y estrecha, la pobreza no solo es una amenaza material, sino que tiene mejores condiciones para instalarse en las relaciones socioculturales.
Formosa o Santiago del Estero son los rostros extremos de situaciones que menos agresivamente se ven en muchas provincias.
El cambio es difícil, no solo por los soportes sociales y culturales del modelo de control y “subdesarrollo inducido”, sino porque hasta hoy no se ha construido un modelo alternativo. Formosa o Santiago del Estero son los rostros extremos de situaciones que menos agresivamente se ven en muchas provincias. Un dato revelador: mientras en el promedio nacional existen entre 15 y 20 empresas formales cada mil habitantes, en Formosa y Santiago del Estero ese número es de solo 6. Es difícil pensar que un cambio profundo y sostenible pueda generarse sin auxilio de una visión alternativa.
Con este tema, como con la pobreza, no se trata de analizar quién tiene más sensibilidad, sino de desarrollar competencias institucionales, acuerdos con obligaciones cruzadas, y sobre todo una visión no dogmática ni predatoria de la gestión sofisticada de los recursos naturales. El Norte tiene que aprovechar y cuidar su potencial.
PONGAMOS ORDEN
Las tendencias contemporáneas son una enorme oportunidad. La economía del conocimiento y la bioeconomía no requieren de una densa aglomeración urbana. Pero la condición ineludible es tener un plan que ponga en cuestión el orden actual. No hay posibilidad de captura de las posibilidades en juego sin una visión que incluya las oportunidades enunciadas y las enormes limitaciones de territorios y sociedades muy marcadas por una cultura asistencial y, en algunos casos, refractaria a la innovación.
Las responsabilidades, como ya dije, están repartidas: no distribuimos ni direccionamos bien los recursos, no sostenemos las infraestructuras, no transparentamos los procesos electorales, no jerarquizamos la burocracia federal en esos territorios, ¿por qué creemos que en esas condiciones la democracia puede funcionar adecuadamente en Formosa o en La Matanza? Como dice el filósofo Daniel Innenarity: “La principal amenaza contra la democracia es la simplicidad”. Si la solución territorial argentina la buscan en una decisión aislada, es probable que puedan amenizar una velada, pero la tozuda realidad nos seguirá proveyendo de Insfranes, Espinozas y Zamoras.
El sueño de un país de amplias clases medias, conversación amena y amable, posibilidades múltiples, instituciones calificadas y cultura vibrante necesita que nuestros territorios y sociedades dejen de estar “controlados” y pueden transicionar al “modo creatividad” atrayendo inversión, aceptando disrupciones y riesgos y rompiendo el pacto de estabilidad a la baja que es lo que ha sostenido hasta hoy un poder político omnipresente, monopolizante y paternalista. Si Juntos por el Cambio no ofrece una alternativa territorial en serio y no pone en discusión un modelo de largo plazo de administración pública calificada, es probable que ningún otro renglón de su programa pueda concretarse.
El peronismo del Norte es el garante del control senatorial y ha hecho escuela en materia de paternalismo autoritario.
La información (su velocidad de circulación, las capacidades de procesamiento y las alteraciones de perspectiva que genera) es el gran vector de los cambios territoriales contemporáneos. Hay dos posibilidades: la anticipación o la frustración.
El Norte es un desafío y un deber. Poco vale la solidaridad con Formosa si no apostamos a un cambio profundo y emancipador. El peronismo no lo va a hacer. De hecho, el peronismo del Norte es el garante del control senatorial y ha hecho escuela en materia de paternalismo autoritario. El mercado tampoco lo va a hacer, porque sin reglas institucionales adecuadas el mercado no emerge en toda su potencia. La sociedad asfixiada puede erosionar un Gobierno y hacerlo caer, pero necesita de un contexto para generar una respuesta alternativa, creativa, inteligente y sostenible.
Hace falta una fuerza política que tome el desafío territorial en su sentido más profundo: construir condiciones de ciudadanía relativamente homogéneas en todo el territorio. En el siglo XIX, la educación nos movió hacia un lugar mejor. En el siglo XXI, el territorio y la ciencia deben ser los pilares de un país que decida pagar sus deudas históricas sin rencores.
Por FABIO QUETGLAS
Fuente: Seul