El llamado “conflicto mapuche” es en realidad una pugna en gran medida importada, originada previamente en Chile que aparece magnificada con ejecutores locales no indígenas. Las tomas de terrenos en Gran Buenos Aires y otros grandes aglomerados son otra cosa. Un problema económico y demográfico con algunos síntomas iniciales en los años ’70, agravado en las dos décadas siguientes por varias vías: a) el aumento de la precarización laboral, de la mano de la desindustrialización de los ’80 y los ’90, b) hacinamiento de familias numerosas en áreas lindantes a las ciudades y conurbanos, c) migración interna hacia las grandes ciudades, y d) llegada de inmigrantes de países limítrofes.
La toma de campos combina oportunismo político con vulgares prácticas criminales. Desde hace décadas los productores rurales, y no sólo de la Pampa Húmeda, tienen que soportar altos impuestos de provincias y municipios que no mantienen los caminos rurales como corresponde. Y que además poco han hecho para prevenir y castigar el cuatrerismo y la piratería del asfalto. En este año se ha observado una súbita práctica de rotura de silobolsas, a lo que se sumó la ocupación de campos, pero ninguna como el “leading case” del grupo de Juan Grabois con la intrusión a la estancia de los Etchevehere. La Justicia viene actuando, pero con una lentitud exasperante. De ahí que, para gran parte de la población del interior, los funcionarios políticos y judiciales están mayoritariamente a favor de los usurpadores y en contra quienes realmente trabajan la tierra.
Por otro lado, nada garantiza hoy la seguridad física de los propietarios de tierras en la Patagonia y no se descartan nuevos episodios por parte de grupos violentos claramente organizados. En el “caso Guernica”, la represión policial vino acompañada por una “indemnización” que ha despertado no pocas controversias, más la evidencia de que buena parte de los “ocupas” no eran personas de bajos ingresos ni carentes de techo, sino agitadores políticos (y de buen pasar) de la Capital Federal.
El caso de la ocupación de la estancia Santa Elena mostró otros detalles
llamativos. Una contienda compleja entre herederos más la ocupación por parte de
decenas de personas del “Proyecto Artigas” que habrían dejado, además de
animales muertos, un intento de “almácigo” de perejiles raquíticos. Prueba más
que visible de que no se tratan de “trabajadores” rurales desocupados, sino de
vulgares oportunistas de ocupación desconocida. El Presidente ha sostenido que
el proyecto de Grabois es “interesante” porque procura “buscar” tierras fuera de
los centros urbanos para ser explotados por “la gente”. Pero ni el Presidente ni
sus ministros han mostrado iniciativas concretas en ese sentido. Al menos para
crear vacantes laborales, sin quebrantar la inviolabilidad del derecho de
propiedad privada, según lo prevé el artículo 17 de la Constitución. Tampoco
para resolver el problema de la concentración y hacinamiento familias pobres en
las grandes ciudades.
Hay guarniciones militares, por caso, que podrían desplazarse hacia áreas de frontera, por caso, y tierras fiscales cuya extensión y ubicación precisa debería ser el punto de partida para una planificación urbana en serio. Algo que exige al Estado revelar qué tiene en concreto para asegurar vivienda y sustentabilidad económica. Pero nada indica que eso se logra “regalando” tierras y casas, y nada más. Debe haber algún conjunto de incentivos inequívocos para optar por trabajar la tierra y vivir de la venta de productos agrícolas. Esto exige un “piso” razonable de ingresos vía producción y venta de esos productos, y a precio razonable. Algo que el gobierno no está en condiciones de asegurar. Aun hoy, con precios controlados, los precios al consumidor de frutas, verduras y otros productos primarios de consumo masivo, superan en varias veces a los muy bajos precios que perciben los productores.
Tierra para cultivar en terrenos y áreas alrededor de pueblos y ciudades no metropolitanas ha habido y hay. Pero los bajos precios y los altos impuestos tornan necesario producir y vender a cada vez mayor escala. Sin concentrar producción y ventas, no hay ingresos que justifiquen el esfuerzo y el riesgo asociado. Y con programas de subsidio asistencial al consumo sin contraprestación exigida previamente, no hay incentivo al trabajo. Casi dos décadas de asistencialismo a cambio de nada, ha erosionado seriamente la cultura del trabajo. No son pocas las provincias en las que para determinados cultivos hay picos de demanda estacional de mano de obra, y ante la falta de trabajadores locales, se contratan a inmigrantes de países vecinos.
Sobre estos temas irresueltos, la mayoría de los políticos de las ciudades hablan mucho, pero hacen y saben poco. Erradamente se ha afirmado que “la soja desempleó cada vez más gente en los campos”. Un simplismo que refleja desconocimiento del progreso tecnológico cada vez más intensivo en capital físico y en tecnologías de precisión. Pero también de que el éxodo de la población joven a las ciudades desde los’80 ha respondido a la necesidad de acceder a mejor nivel de educación y oportunidades laborales inexistentes en pueblos pequeños del interior, con o sin cultivo de soja.
Lo que viene a futuro es por demás incierto. En el interior (y no sólo entre
los empresarios rurales) se ha perdido la confianza en las autoridades
nacionales, y en no pocos casos en las provinciales y municipales. El riesgo
cierto es que, ante la seguidilla de ocupaciones, y acciones criminales de
diverso tipo (dañar propiedades, amenazar y agredir a propietarios, comisión de
robos, muerte de animales porque sí), pueden generar incentivar la formación de
grupos armados para resistir las ocupaciones. Algo que desde hace 40 años se ha
observado en varios países de la región.
Esperemos que no ocurra, pero eso ahora depende de las autoridades. Lo que se requiere es un programa de estabilidad y crecimiento económico, que contemple un programa nacional de urbanización de tierras fiscales o eventualmente a expropiar, relocalizar familias y recuperar buena parte de lo que se ha perdido en los últimos años: incentivos al trabajo, al esfuerzo, y a una convivencia armónica, sin violencia. De lo contrario, el futuro que nos espera es de mayor pobreza, conflictividad urbana y rural, y del inexorable debilitamiento del Estado como proveedor de orden, justicia y bienestar. Justamente lo menos indicado para incentivar la inversión productiva y volver a crecer.
El Autor es Economista de la Universidad del Salvador (USAL)
Fuente: El Economista