Una coalición robusta. La promesa del vértice que contendría las franjas desposeídas que confían en CFK, el pragmatismo vitalicio de los caudillos que gestionan las provincias norteñas, la ubicuidad de Sergio Massa. No era sólo la política: el sindicalismo siempre dispuesto a auxiliar a gobiernos del PJ, la expectativa de productores industriales y ristras de comerciantes arruinados y endeudados por el último bienio macrista. Al definirse como socialdemócrata admirador de Alfonsín, Alberto hacía un guiño a las clases medias progresistas y republicanas que habían enfrentado a CFK pero escuchaban del presidente un discurso distinto al del Instituto Patria.
En menos de un año, la esperanza se está desvaneciendo de modo sostenido.
El peronismo debe afrontar, por primera vez en su historia, una combinación adversa interna y externa. Un Estado exhausto, sobreendeudado y sin capacidades de acudir a crédito externo ni captar ahorro interno. Tampoco hay muchas cajas que puedan ser atrapadas por las arcas fiscales, como ocurrió la década pasada. La pauperización de las clases subalternas –agravada por la gestión macrista- acorta los tiempos de tolerancia de la masa de votantes del Frente de Todos. Para colmo, la pandemia.
El marco internacional es menos que estimulante. No sólo por el
endurecimiento general producido por la relación entre China y Estados Unidos,
un clima de dificultades para la cooperación y el multilateralismo, la
virulencia del neoaislacionismo con Trump y Boris Johnson, la debilidad política
de la Unión Europea, el área de preferencia de Fernández. Y la soledad argentina
en la región, con riesgo de aislamiento. Perón compartía ethos con Getulio
Vargas y Carlos Ibáñez en su etapa de crecimiento, y con Stroessner, Pérez
Jiménez y Trujillo en el ocaso. Menem fue parte de la oleada neoconservadora de
cierto populismo sudamericano (el brasileño Fernando Collor de Mello, el
ecuatoriano Abadalá Bucaram, el peruano Alberto Fujimori). El kirchnerismo gozó
de mayor compañía aún: Lula en Brasil, Chávez en Venezuela, Evo Morales en
Bolivia, Lugo en Paraguay, Correa en Ecuador, Tabaré en el Uruguay… Incluso
Macri tuvo la fortuna de coincidir con una oleada derechista: Piñera en Chile y
la consolidación de fuerzas amigas en Perú y Colombia.
Hoy Fernández sufre al asombroso Bolsonaro y hasta Uruguay elige un presidente del Partido Nacional después de tres mandatos frenteamplistas. Venezuela se ha convertido en un dolor de cabeza imposible de mitigar. Criticar a Maduro despierta la queja de las franjas antinorteamericanas del Frente de Todos y apoyarlo aleja a las clases medias progres. El caso Venezuela es atractivo porque simboliza la actitud general del Gobierno. Ni apoya ni cuestiona, sin conseguir el aplauso de nadie.
El drama de las coaliciones
La Alianza de 1999 era una coalición. Prácticamente la única que llegó al poder, si descartamos la Concordancia de 1932-42 (que ganaba con fraude) y la efímera Junta Nacional Coordinadora (el olvidado nombre de la unión entre el Partido Laborista, el Partido Independiente y la UCR Junta Renovadora para postular a Juan Perón). Desde entonces no hubo alianzas. En 1973 el Frente Justicialista de Liberación incluía diversas fuerzas, pero la hegemonía de Perón era absoluta. El resto devino insignificante o fue absorbido por el PJ, como le pasó a todos sus aliados desde 1946.
De la Rúa no era líder indiscutido, ni siquiera en su partido. La UCR lo llevó, unánime, como candidato; pero buena parte del partido y la mayoría de los cuadros medios prefería el liderazgo de Alfonsín. Su vice Chacho Alvarez neutralizó el esfuerzo de muchos dirigentes del FREPASO, comprometidos con el proyecto. Alvarez hirió de muerte a De la Rúa, al renunciar y acusarlo de pagar para comprar la ley sindical. En esa ápoca abundaban las visiones distintas: nunca hubo tantos economistas y financistas con llegada al presidente, cada uno con su libreto que invariablemente condenaba al ministro de Economía de turno, sometido a la crudeza de una convertibilidad que no podía seguir pero nadie se animaba a abandonar.
Otro que tire y pegue
Fernández integra una fuerza habituada a la obediencia que ordena una
conducción vertical. Lo fue Perón, también Menem, Néstor Kirchner y Cristina y
hasta cierto punto el interinato forzoso de Eduardo Duhalde. Cuando no hay
convergencia entre liderazgo político y jefatura del Estado, los resultados han
sido duros: Isabel Perón y Héctor Cámpora son ejemplos refulgentes.
La actual administración parece atenazada entre su necesidad de contentar -al menos, de no molestar- tanto a CFK como a Massa, a los gobernadores, a los sectores empresariales y a las víctimas de la pobreza. Tantos deseos amenazan neutralizarse y converger en el Vector Cero.
La falta de un camino explícito agiganta los desencuentros y la sensación de falta de liderazgo. La discordia entre la ministra de Seguridad de Nación con su par de Buenos Aires aumenta la incertidumbre sobre una solución para la seguridad, grave para el Estado y la sociedad. Tampoco hay acuerdo sobre quienes deben intermediar entre el Estado y los movimientos sociales. Los murmullos quejosos de sectores oficialistas se desparraman entre actores políticos y económicos, y llegan por oleadas hacia la opinión pública.
El choque entre Economía y el Banco Central despierta reacciones asombrosas: la oposición más intolerante lo critica con fiereza, algo más que llamativo porque son las mismas voces de políticos, economistas y financistas que reclaman como bandera innegociable un Banco Central autónomo de toda conducción gubernativa.
Pero las crispaciones obnubilan y una franja opositora –minoritaria pero bullanguera- encrespa las viejas banderas antiperonistas en picante mezcla con intolerancia adquirida. El problema del Gobierno no es su fortaleza sino su debilidad. La idea que un Gobierno debilitado pueda intentar la colonización del Estado al estilo del proyecto 2008-2015 parte de un análisis difícil de sostener. Quienes pueden avanzar sobre la institucionalidad son gobiernos fuertes, con votantes satisfechos y militantes entusiastas, con mayorías claras y tranquilidad económica social. No parece el caso.
Fuente: El Economista