Cualquiera podría concluir que la última semana nos dejó un lección ineludible: con el escándalo de los presos, Vanoli eyectado de la ANSES, la economía desplazando a la salud como principal preocupación, y el país peleado con sus vecinos y más aislado que nunca, en suma, por lejos la peor semana del gobierno de Alberto, todo estaría mostrando lo inconveniente de darle soga a los funcionarios y las ideas kirchneristas.
Sin embargo, en cada uno de esos frentes abiertos fue el presidente, no el kirchnerismo, el que quedó expuesto a los golpes. Y en cambio los ahijados de Cristina no pararon de ganar terreno y sumar amigos. Los funcionarios que siguen a la señora son cada vez más y están cada vez más entusiasmados, y el presidente da la cara por ellos, ¿por qué?
¿Qué es lo que pasa por la cabeza de Alberto cuando echa la culpa por la liberación de presos a los jueces, y se enemista con todos ellos, en vez de echar de una patada a Pietragalla y a Mena, promotores del desastre?, ¿qué es lo que lo llevó a reemplazar al kirchnerista e inepto Vanoli por la hiperrecontrakirchnerista y para nada experta Fernanda Raverta, en un cargo muy sensible para la relación con las grandes empresas del país y que maneja esenciales recursos públicos, los únicos no atados al nivel de la recaudación?
Los albertólogos decían, al iniciarse la actual gestión, que Alberto Fernández necesitaba algún triunfo importante que consolidara su liderazgo para poder independizarse de Cristina. E imaginaban un período bastante largo de espera, porque no había al alcance de la mano triunfos políticos importantes, tampoco económicos; así que pedían paciencia, y la ejemplificaban y celebraban en cada movida del ajedrez presidencial.
Pero se ve que la albertología no es una ciencia muy exacta. Contra todos los pronósticos, Alberto metió un buen gol, y lo hizo mucho antes de lo esperado. A resultas de una situación desesperada, es cierto. Pero que en el terreno sanitario y en lo inmediato al menos le permitió mostrarse como un gobernante previsor y un gestor más o menos eficaz, y despegar en las encuestas.
Y si nos detenemos un momento justamente en las encuestas, la paradoja que encierra la actual situación queda aún más en evidencia. Un año atrás, cuando Cristina lo eligió para encabezar su fórmula, Alberto Fernández estaba por detrás de ella en el favor popular: reunía solo 34% de adhesión, contra 53% de rechazo (según números de Opinaia). Al asumir le sacaba ventaja, pero modesta, lo que justificaba el pedido de tiempo de los albertólogos: reunía 54% de apoyo contra 42% de rechazo, bastante por debajo de sus predecesores al momento de iniciar sus mandatos. Pero hoy la tortilla se dio vuelta por completo: mientras el Presidente vuela con 76% de opiniones favorables y apenas 23% en contra, Cristina está aún peor que meses atrás (con 56% de rechazo y solo 43 puntos de apoyo). Lo que en gran medida se debe a que ella está entre las figuras que no gestionan, y por tanto no parecen útiles en la emergencia, como Del Caño. Pero se agrava porque se mostró poco interesada en ayudar (de ahí que le vaya aún peor que a Macri, a Vidal, o a Massa, que mejoraron en el período entre 3 y 5 puntos).
Sin embargo, estas mismas encuestas muestran que mucha gente que ahora apoya
al presidente le reclaman que haga lo contrario de lo que está haciendo: son más
que antes los que esperan que se diferencie de Cristina, y ven con desazón que
no lo hace. En el último sondeo de Opinaia se registra que mientras solo 13% de
los encuestados celebran que el Presidente se mantenga cerca de Cristina, 32% lo
lamenta; y mientras que 72% le reclama un estilo propio, solo 40% le reconoce
estar encontrándolo.
¿Qué es lo que pasa por la cabecita del Presidente? ¿Por qué no hace lo que tantos esperaban que hiciera cuando se encontrara en la situación que hoy ha alcanzado, y aún más le están pidiendo que haga? ¿Y por qué no hace siquiera mínimos gestos en ese sentido, al menos para preservarse de los despelotes en que se meten los kirchneristas más fanáticos? Misterio.
Puestos a especular, se pueden imaginar algunas respuestas posibles, ninguna en verdad muy esperanzadora.
La primera, es que está más asustado por lo que se viene de lo que quiere mostrar. Sabe que su popularidad puede ser efímera. Y por tanto sigue una estrategia muy conservadora: mantener alrededor suyo a todos los que necesitará para sobrevivir si los problemas se agravan, y de quienes sabe que pueden volver por completo inviable su gobierno si se lo proponen. Esto explicaría por qué cuando un kirchnerista falla redondamente en la gestión, trata de disimularlo, como hizo con Pietragalla y Mena, o al menos se esmera en ratificar la promesa evidentemente hecha a Cristina de que pase lo que pase ella seguirá disponiendo de lugares claves en su gobierno, como hizo con la ANSES.
Claro que eso lo llevó a acomodarse bastante mal, en ambos casos, a la mala nueva de que la emergencia no va a justificar cualquier cosa a ojos de la sociedad. Y lo va a hacer cada vez menos, a medida que la opinión pública de prioridad a problemas extra sanitarios, como la economía y la inseguridad. Pero esta dificultad difícilmente vaya a alejarlo de su estrategia conservadora. Al contrario, porque cualquier golpe en las encuestas reforzará la percepción de lo frágil que es su situación.
La segunda posibilidad es que Alberto Fernández se esté convenciendo de lo útiles que resultan las ideas kirchneristas para enfrentar la emergencia y los problemas que le seguirán. Es lo que parece desprenderse del modo en que viene manejando las relaciones exteriores, en particular con los gobiernos de derecha que lo tienen rodeado, y el relajamiento de la cuarentena y los estímulos en sectores de actividad que están al borde del colapso.
Su pasión por el estatismo y el antiliberalismo en estos terrenos es nueva, y es por ello más llamativa que si se correspondiera a una creencia desde siempre profesada. Pero tiene su lógica en medio del descalabro global de las economías, y más todavía en el particularmente grave cuadro económico que resultó de la terapia sanitaria aquí escogida. Como el Presidente no quiere hacerse cargo de su responsabilidad al respecto, se abraza a la idea de que así como el Estado se está legitimando al cuidar nuestras vidas, se relegitimará también en la economía cuando salve nuestros empleos y nivel de vida.
Esta nueva fe permite entender y vincular dos iniciativas aparentemente inconexas y que sorprendieron, para mal, a todo el mundo al comienzo de esta semana: la prioridad otorgada al esparcimiento por sobre la reactivación de sectores económicos moribundos, al anunciar el sábado pasado un inesperado permiso para salir con los chicos a dar vueltas a la manzana, que debió ser frenada por los gobernadores, sin disponer relajamientos equivalentes para ninguna actividad productiva ni comercial, que era lo que los gobernadores reclamaban y esperaban (y parece va a concederse recién ahora); y el anuncio intempestivo del retiro del país de las negociaciones de libre comercio en el Mercosur, sin más explicación que la afirmación de que se va a dar prioridad a la economía doméstica, vaya a saber con qué recursos, y comerciando con quién. Vivir con lo nuestro, cuando “lo nuestro” se reduce a una pobreza franciscana, sólo se justifica si uno está muy convencido de que no necesitamos a los demás.
La tercera explicación posible, y la que prefieren seguramente quienes más confían en las novedades que para el peronismo y el país anidan en la cabeza del mandatario, es la que insiste con la “espera estratégica”: el Presidente aún estaría esperando el momento adecuado, que por una combinación de las dos cuestiones antes mencionadas, a sus ojos no habría llegado porque todavía su situación es frágil, y entiende que en la emergencia el kirchnerismo y sus ideas son buenos recursos defensivos, y son muy necesarios para mantener su coalición unida y a resguardo la gobernabilidad.
Uno podría preguntarle a Alberto y a los albertólogos más optimistas, si este
fuera el caso, ¿para cuándo se habría postergado la ocasión de cambiar, de fijar
un rumbo propio? Tal vez para cuando esté resuelto el problema de la deuda, y se
termine de procesar el feroz ajuste económico resultante de la cuarentena.
Y hay buenas razones, por cierto, para considerar la renegociación de la deuda como un turning point. Así lo definió desde el comienzo Alberto, cuando pidió comprensión a su carencia de plan económico: “esperen”, “cuando sepamos cuánto tenemos que pagar, sabremos que podemos hacer”. Además en este terreno fue en el que el mandatario prometió hacer una diferencia más precisa con su vice: no caería en default como ella. Si la cumple, más allá de las dificultades que enfrente, podrá mantener viva la expectativa en algo nuevo, que en algún momento podría prosperar. De allí que resulte difícil imaginarlo rompiendo con Wall Street, no por convicción, sino por instinto de supervivencia. Política, y también económica, agreguemos, dadas las penurias a que nos condenaría en las actuales circunstancias vivir con lo nuestro.
A contramano de ese cálculo, sin embargo, juega otra inclinación que en los últimos días se pudo observar en todas sus implicancias: la tendencia a considerar problemas de mediano y largo plazo con la atención puesta solo en el corto, en lo más inmediato.
No otra es la lógica con que parece empecinado en manejar la negociación de la deuda el ministro Guzmán: “No podemos pagar nada, así que no vamos a ceder”, como si no dependiera de ceder lo que haga falta, la posibilidad de acceder a recursos para pagar, y para financiar la recuperación, de paso.
Una idea parecida parece haber guiado al Presidente y el canciller en su batalla contra el “neoliberalismo” imperante allende las fronteras. Con la que probablemente creyeron que podrían de momento frenar al funesto libre comercio. Aunque fuera a costa de la única política de Estado de largo plazo que desde el inicio de la democracia habíamos logrado más o menos preservar. Sin pensar ni un minuto, ni consultar con nadie, sobre los perjuicios que dentro de un tiempo nuestras empresas exportadoras enfrentarán en los pocos mercados hasta aquí seguros.
Y algo similar también se escuchó de funcionarios que justificaron la liberación de presos, cuando todos los demás estamos encerrados: como la criminalidad ha bajado por la pandemia, según ellos la gente no tendría que asustarse de que algunos delincuentes más anden sueltos. Como si la altísima ineficacia en el combate del delito y la malaria que se viene no fueran motivos más que suficientes para estar aterrados. La “solución” hallada por los imaginativos funcionarios y jueces amigos del poder al dilema entre mantener a los presos donde debían estar, y poner en riesgo mayor a la sociedad por la presión sobre el sistema sanitario que pudiera implicar un contagio masivo en las cárceles, se fundó, además, en el mismo criterio que recomienda vivir con lo nuestro: sin pensar siquiera en la posibilidad de hacerse cargo del problema, y ofrecer una solución efectiva y rápida al hacinamiento en las prisiones. Y como si fuera poco, recordemos, todo eso bajo el influjo de gestiones oficiales para liberar presos por corrupción, ante las que los demás ciudadanos en prisión con todo derecho reclamaron igual trato.
Así, sin imaginar siquiera que hay un mañana, y entregado a la tarea de elegir del menú kirchnerista “soluciones” para hoy que son hambre institucional y económico seguro para cuando aquel llegue, el gobierno de Alberto Fernández seguramente insistirá en pedirnos tiempo. Que esperemos de él su mejor esfuerzo y la mejor de las intenciones. Y mientras no haya otra opción a la mano, y sí un terror galopante ante amenazas sanitarias y económicas inmediatas, muchos lo harán. Pero difícilmente logre convencernos de ser muy pacientes ni confiados. La semana que pasó fue más que suficiente para convencer a la sociedad de que eso no conviene.
Fuente: TN