El problema no soy yo, el problema son todos ustedes", se enfureció Cristina Kirchner el último miércoles en el Senado, poco después de que sus colegas, esos "traidores", votaran por unanimidad el allanamiento a sus tres casas, en el marco de una causa que investiga la mafia de la obra pública y que la tiene, con más evidencias que nunca, en el centro de la mira. Su último discurso, aunque impregnado por su marca registrada -la soberbia-, estuvo lejos del brillo de otras épocas. Más dispersa, dejó sabor a ocaso. Cristina asiste al principio del fin de su propio sueño. Un sueño al que se dedicó, literalmente, toda su vida: desde que nació, como hija natural, en aquel hogar de Tolosa, sin cloacas, y del que se prometió salir para ascender socialmente. Ascender y "pertenecer". A cualquier precio, a como dé lugar. Pero aquel castillo de naipes, ese House of cards privado y a la criolla, es el que comenzó a resquebrajarse esta semana, durante el momento más difícil que le ha tocado vivir desde que abandonó el resguardo del poder.
Podría decirse que el primer "relato" de Cristina empieza con su propia vida. Edulcorando, por ejemplo, las verdaderas condiciones de su infancia en la que sufrió violencia. El colectivero Eduardo Fernández, quien asumió el rol paterno, la ignoraba, mientras que con su madre, Ofelia Wilhem, las trifulcas eran cotidianas. En la casa de los Wilhem-Fernández los platos volaban por el aire, por eso trataba de estar en ella lo menos posible. Con bastante arte, y a través de sus biografías oficialistas (que controló), fue exitosa, también, en ocultar la humilde escuelita 102, de Tolosa, donde cursó la primaria. Un edificio deteriorado, al que le entró un metro y medio de agua durante la inundación de 2013, y al que Cristina nunca ayudó porque jamás se reconoció en aquellas aulas.
Sus primeros pasos en la carrera del ascenso social -una estrategia que diseñó, sin descanso, desde que tenía 9 años, cuando competía despiadadamente por el mejor promedio de su clase con un compañero al que llamaban Alí- se apalancaron en tres hitos fundacionales. Uno fue cuando obligó al colectivero Fernández a asociarse al Jockey Club platense para poder conectar con un círculo social más elevado. El segundo, cuando pidió y logró el pase de una secundaria estatal a La Misericordia, un colegio privado y católico para la clase media. Sus excompañeras la recuerdan como creída y soberbia -aunque también ultrarreservada con su vida privada-, a pesar de que muchas veces no tenía dinero ni para las salidas grupales. Su tercer "logro" fue el noviazgo con el rugbier Raúl Cafferata, hijo de una tradicional familia platense. Aquel romance fue el carnet que necesitaba para orbitar un estrato social que la ninguneaba por no "pertenecer".
Se comprende, entonces, que la aparición de Néstor Kirchner en su vida, con la promesa de "hacer platita" y de blindarla definitivamente con la carrera del poder y la política, haya sido providencial. Aquel santacruceño poco agraciado encajaba justo con su plan de salvación. Por eso se convirtió no solo en su marido, sino en su rescatador, quien además, la llevó bien lejos de aquellos orígenes dolorosos. ¿Qué importancia podía tener, entonces, la forma en que armara su imperio? En el diseño de aquella estrategia obsesiva, el matrimonio se fue apropiando de los emblemas de los ricos, mientras los combatían en el discurso. En 2003, Cristina se encaprichó con comprar un símbolo del estatus: la casa de los Gotti, familia de un poderoso empresario de la construcción, en Río Gallegos. Y más tarde, cuando inauguró Los Sauces, pretendió emular a la glamorosa Ángela Girometti de Guatti con su emblemático Los Álamos, símbolo del lujo y el confort en El Calafate. Su obra culminante es de 2007, cuando le exigió al marido que le dejara la presidencia. Ella estaba desesperada por "pertenecer" y, en el contrato inicial, él le había prometido que sería la primera.
"Soy la primera senadora allanada, la primera presidenta mujer y la primera en ser expulsada del bloque oficialista. Tengo la vocación de hacer cosas inéditas", se autoaduló, en el Senado. Narcisismo de máxima pureza. O, tal vez, narcisismo compensador, como arriesga la médica psiquiatra Graciela Moreschi, que toma la calificación de su colega Theodore Millon. El terapeuta norteamericano, especialista en trastornos de la personalidad, define al narcisista compensador como aquella personalidad anclada en la grandiosidad, que además busca compensar aquello que, en su infancia, ha vivido como déficit. Millon pone como ejemplo a Napoleón.
En el Senado, el radical Luis Naidenoff pronunció una frase que eyectó a Cristina de su banca. "Pueden decir lo que quieran, pero lo que no se puede tapar es la realidad", se despachó. Una bala que pareció dañarla mucho más que cualquier otro reproche. Tal vez porque golpeó sobre la burbuja ideológica en la que vive (¿se protege?): una realidad que acomoda a su gusto y que les transmite a sus adláteres vía Telegram. Un ejemplo de esta semana, donde creyó ver en los cuadernos de Centeno un escrito posdatado: "Las fotocopias de fotocopias de los mal llamados cuadernos es una burda operación armada por servicios de inteligencia y periodistas. Estamos ante una maniobra colosal de terrorismo económico que podría llegar a hacer sucumbir a la economía argentina. Las empresas argentinas perdieron hasta aquí 8000 millones de dólares por efecto de este affaire. Asistimos a un drama histórico irreparable".
¿Y los empresarios arrepentidos? Mienten. ¿Y las anotaciones del secretario Larraburu, la confesión de funcionarios K y del propio Abal Medina, jefe de gabinete cristinista? "Abal nunca fue santo de su devoción. Y además, nadie sabe dónde iba realmente el dinero que recaudaba", meten cizaña, en su entorno. ¿Cuentapropismo horizontal? Algo así.
La pelea de Cristina con la evidencia, ¿es parte de una estrategia o ella misma cree esta ficción? La biblioteca de la psicología -también atravesada por la grieta- no puede responderlo con certeza. Una hipótesis psicoanalítica sugiere que la negación es una forma de protección.
Según la terapeuta Laura Gutman, en su carrera por ascender y "pertenecer", Cristina apeló a otros dos mecanismos de compensación: el anhelo de riqueza, como una manera de sentirse más poderosa, y el maltrato (en combo con la soberbia), para sentirse más segura.
Cristina sintió que llegaba a la cúspide de la pertenencia social cuando se convirtió en presidenta. Pero, a la vez, dejó de "pertenecer" cuando Scioli perdió las elecciones. Está claro que, de haber ganado esos comicios, ella hubiera seguido siendo reina. Pero dejó de serlo y le cuesta asimilarlo. El último martes, una multitud se congregó en el Congreso para exigir que se despoje de sus fueros. Su figura concentra, además, el 60% del rechazo social: un porcentaje negativo que no se ha movido en los últimos dos años y que la vuelve una candidata inviable en un eventual ballottage presidencial. En su frenética huida hacia adelante no previó, tal vez, que nada es para siempre.
Por: Laura Di Marco