Tome asiento en uno de estos grupos: el de los muy apegados al drama ambiental, el de los tibiamente interesados y el de los desinteresados plenos, equipo al que se suman quienes hicieron el intento de sensibilizarse con la causa pero no pasaron del “che, tendría que empezar a separar basura en casa”. Ojos que no ven…
El del cambio climático quizás sea uno de los desastres más democráticos: nos afecta y afectará a todos. A algunos más, pero nadie zafa. Porque, como se sabe, los gases de efecto invernadero (GEI) afectan la atmósfera. Y un planeta con una atmósfera dañada deriva en alteraciones en los organismos que viven ahí.
En el intento mundial por paliar o apaciguar pronósticos muchas veces
planteados apocalípticamente, surgió un mundillo de negociaciones y y relaciones
internacionales bastante peculiar: desde acuerdos entre países que tratan las
emisiones como “bonos” hasta grandes corporaciones que con orgullo anuncian las
bajas en sus emisiones de GEI. Porque hacerlo, hoy, es un estándar de calidad.
Así lo explica Daniel Tomasini, profesor asociado de Economía de los Recursos
Naturales en la Facultad de Agronomía de la UBA, que integró la delegación
argentina en la 22° Conferencia de las Partes de la Convención Marco de la ONU
sobre Cambio Climático, la famosa COP, que ese año se hizo en Marruecos: “En el
95, en el Protocolo de Kioto (N del R: desde 2020 será reemplazado por el
Acuerdo de París, de 2015) surgió la idea de negociar las emisiones como ‘bonos
de carbono’. Digamos que soy un país europeo. Para disminuir 10% mis emisiones
tengo que gastar plata en tecnología. Como mi tecnología es muy buena, me cuesta
mucho dinero hacerlo. En cambio, un país con tecnología obsoleta logra bajar el
10% de sus emisiones con modificaciones más económicas. Entonces conviene
apostar ahí. Hay que bajar las emisiones donde sea más barato”.
La premisa que sostiene esta lógica es: todos emitimos GEI, algunos más, otros menos. Al igual que a uno no le llueve exclusivamente arriba de su techo, la disminución de emisiones de estos gases, sea en Argentina o Japón, nos beneficia a todos. El objetivo es global, compartido. Porque la atmósfera es res nullius, “cosa de nadie”, y como el daño es “democrático”, todos debemos buscar soluciones.
Pero no faltan los críticos de ese espíritu de grupo. “Hay dos bloques: los siete países responsables del 62% de las emisiones globales y los que tienen el 38%, que dicen que el esfuerzo lo tienen que hacer ‘los malos’”.
¿Por qué nos pasa esto? ¿Y por qué ahora? La historia arranca con el desarrollo tecnológico-industrial, en el siglo XVIII. Desde entonces, las prácticas que más emiten GEI son todas las que utilizan combustibles fósiles, la tala de bosques, la agricultura y la ganadería, y ciertos procesos industriales.
Manuel Jaramillo, director general de Fundación Vida Silvestre, dio su visión sobre el que parece ser el desafío más duro: “Desde la revolución industrial, el proceso de calentamiento de global generó un aumento de 0,8 grados en la temperatura media global. Los científicos advierten que si supera el grado y medio, las consecuencias van a ser irreversibles. Y si llegamos a los 2°C va a ser una bola de nieve. El aumento no es sólo calor. El cambio de clima es un fenómeno complejo gobernado por mareas distintas, más frío o calor, y más lluvias o sequías. Ya se está viendo”.
Por eso en octubre de 2017 el Banco Mundial informó que en 2030, otras 100 millones de personas podrían caer en la pobreza a causa de las migraciones por el clima.
A esto se refirió Esteban Otto Thomasz, director del programa Vulnerabilidad al Cambio Climático (Facultad de Ciencias Económicas de la UBA): “Los pequeños estados insulares, en especial en el hemisferio sur, tal vez sean los más perjudicados. La suba del nivel del mar, la acidificación de los océanos, la mayor frecuencia e intensidad de vientos huracanados ya generan graves perjuicios y pueden poner en jaque a grupos vulnerables”.
Para el experto, hacen falta “mecanismos y derechos de reubicación de la población. El tema es que no hay figuras legales ni vehículos de financiamiento que planifiquen migraciones por temas climáticos”. El debate, dice Otto Thomasz, es “cuáles son los derechos soberanos de las comunidades que pierden su hábitat”.
Sumando el tema de la biodiversidad (Jaramillo priorizó a las “especies que no se pueden adaptar a estas dinámicas de cambio”), los problemas brotan, en una reacción en cadena.
Pero hay estrategias a mano, que se agrupan en dos tipos: mitigación y adaptación.
En palabras de Tomasini, “diferenciemos causa y efecto. Causa es la emisión de GEI, lo que genera mayor variabilidad climática. Más precipitaciones y picos altos de sequía y tormentas. O sea que el problema es el efecto. ¿Cómo combatir la causa? Bajando las emisiones: mitigación. Y ante el efecto de los ciclos climáticos extremos hay que generar adaptación, porque aunque pudiéramos frenar todas las emisiones, el efecto es acumulable y permanece”.
Justamente, la idea del “bono de carbono” surgió como estrategia de mitigación. Hoy este modelo no tiene tanta actividad de mercado, pero vale la pena describirlo porque algo de su funcionamiento permanece.
“Si en Argentina nos cuesta 10 pesos bajar equis cantidad de CO2, recibimos bonos por 20 pesos para hacerlo. A la vez, al país interesado le costaría 40 pesos mitigar esas emisiones en su territorio. Entonces adquiere bonos por 20 pesos para bajarlas acá y hace negocio”, dijo Tomasini. Regulados por la ONU, cada bono representa el derecho a emitir una tonelada de CO2. La compra financia la mejora tecnológica para bajar emisiones en otro lado donde es más barato.
Desde el Acuerdo de París, este tipo de negociación se transformó en cooperación internacional. Según Tomasini, “se entablan compromisos con fondos entre países –bilaterales- o a través de agencias de la ONU, multilaterales. La premisa, de nuevo, es: lo que se emite acá afecta a todos. Ojo, que no tiene nada que ver con la polución. Es otro nivel”.
La confusión es común: una cosa es la contaminación doméstica de nuestra vida y sus desechos, y otra cosa, las emisiones de gases de efecto invernadero.
En lo segundo, la llave maestra la tienen los gobiernos. Por eso se celebró, en 2016, la ratificación del Acuerdo de París, con la adhesión de los países causantes del 55% de las emisiones. Y se sintió como afrenta la posición de Donald Trump, al retirar a Estados Unidos de la impronta verde.
Jaramillo y Tomasini tranquilizan: el mundo va por la vía de la concientización. Pero Tomasini es realista: “Para limitar el alza de la temperatura a 2°C, hay que bajar las emisiones entre un 40% y un 70% para 2030. Este es el compromiso de París, pero no vamos a llegar. Son acuerdos no vinculantes, compromisos voluntarios”.
La voluntad… el tema es que nadie es tan puro, dice Jaramillo: “Como en todo cambio, hay líderes, seguidores y detractores. La sociedad hoy tiene líderes, instituciones y países que encabezan el proceso de cambio hacia el cuidado del ambiente y lo quieren motorizar. Hay quienes los siguen y otros que dicen ‘no, con el modelo anterior estoy bien; tengo mi espacio de poder’. O sea, el que sostiene la naturaleza no necesariamente es mejor. Sólo identifica un espacio donde ejercer un liderazgo. El líder del tema bueno no necesariamente es bueno”.
“La naturaleza evolucionó sin nosotros por millones de años, favoreciendo el paquete de biodiversidad actual”, dice Jaramillo, y apunta: “Los humanos tenemos un antropocentrismo tal que creemos que con 13.000 años de civilización nos salimos de la naturaleza. Somos nosotros los que queremos modificar las condiciones del juego”.