Manuel López Obrador, el presidente electo de México, logró una suerte de milagro. Hizo converger por su victoria a Mauricio Macri y Cristina Fernández. Nunca visto en estos años. El Presidente saludó al mexicano en su condición de jefe de Estado. Salvando las distancias ideológicas, lo convocó a trabajar juntos en la región. La ex mandataria celebró como una epopeya del pueblo mexicano el cambio de rumbo en aquella nación. Lo interpretó como un quiebre de tendencia electoral en América latina. La última experiencia había ocurrido a mediados de junio en el balotaje de Colombia. Allí se impuso el conservador Iván Duque, discípulo de Manuel Uribe. Al ganador también le llegó la felicitación del ingeniero argentino. Cristina en esa ocasión guardó silencio.
Ese silencio le está dando dividendos en la política doméstica. Los papeles se invirtieron respecto de los dos últimos años. Cristina ha desaparecido de la escena esperando que la crisis desgaje a Macri. Gana, aunque todavía poco, con el desgaste de su rival. El Presidente está en un brete. Busca a la mujer y no la encuentra. Sondea al peronismo, con demasiadas intermitencias, para acordar el Presupuesto del 2019 que encerrará las exigencias de ajuste por el acuerdo con el FMI. Pero ese peronismo se siente condicionado por Cristina y desconfía del vaivén presidencial. Teme que sólo pretenda hacerle pagar costos de una coincidencia para espolear la esperanza de un retorno de la ex presidenta.
Ella deja hacer a su círculo cercano. De hecho, no se opuso al lanzamiento precoz de la candidatura que el diputado Agustín Rossi, jefe del bloque del FpV, realizó en Santa Fe. Tampoco obstaculiza a quienes hurgan un postulante de unidad que aglutine al PJ con los kirchneristas. Por ahora atisba la figura de Felipe Solá. El diputado integra formalmente el Frente Renovador. Pero no responde a la conducción de Sergio Massa.
Cristina tiene por ahora su propio plan que deslizó sólo ante dos intendentes del Conurbano bonaerense y conoce también su hijo Máximo. Intuye que se empiezan a gestar las condiciones para su candidatura del año próximo que requeriría de dos aspectos básicos: un mensaje público que no abdique de las viejas creencias pero esté envuelto siempre por un tono conciliador; la construcción de una fórmula abierta con un acompañante, peronista o no, que simule un tiempo nuevo. La ex presidenta se ha convencido de un error pasado que nunca reconocerá en público. Aquella designación de Carlos Zannini como ladero de Daniel Scioli fue fatal. El ex secretario general era su propia sombra. Representó en el imaginario colectivo cierto oscurantismo. Habría que ofrecer ahora frescura. Como supo hacerlo el macrismo para vencerla en el 2015. Menos ideología y bastante más de marketing.
Esos maquillajes demandarían asuntos más profundos para lograr cristalizar el operativo retorno. Cristina supone que el peronismo que reniega ahora de ella –o al menos una parte del partido—terminará por aceptarla ante la imposibilidad de construir una alternativa propia. Se aferra a dos dificultades. Ninguno de los gobernadores logra ejercer todavía un liderazgo nítido. El PJ en el Congreso sufrirá un desgaste por las negociaciones con el Gobierno. Sobre todo aquellas vinculadas a la crisis económica. Incluso, más allá del epílogo que tengan. El bloque kirchnerista, en ese terreno, resultará implacable contra Macri.
También estaría dispuesta a reabrirle una puerta a Massa. Superó el síndrome de haber sido su primer verdugo. Pero al líder del FR no le estaría sucediendo lo mismo. De hecho, insinúa el divorcio político con Margarita Stolbizer para arrimarse al peronismo que descree de Cristina. Acaba de visitar al gobernador de La Pampa, Carlos Verna. Se hizo acompañar por el diputado Diego Bossio. Dialogó dos veces en los últimos diez días con Miguel Angel Pichetto, el senador peronista jefe del bloque Argentina Federal. Envió a su principal espada en el Congreso, la diputada Graciela Camaño a una cita con el mandatario de Tucumán, Juan Manzur, que fue encabezada por el líder de la bancada en diputados, Pablo Kosiner, discípulo de Juan Manuel Urtubey.
La ex presidenta tuvo además constancia directa de aquel estado refractario de Massa para regresar a su comarca. Su hijo Máximo y el diputado Eduardo “Wado” de Pedro gestionaron una reunión con el dirigente renovador. El tigrense se la negó varias veces. “Trampas no”, se le escuchó advertir.
La oposición, así las cosas, estaría en una encrucijada. Las encuestas propias le dicen a Cristina que tendría un tercio de los votos en el orden nacional. Apenas cinco o seis puntos menos que lo que hoy, en plena crisis, juntaría Cambiemos. Difícil pensar en un salto sin contar con el peronismo. Este peronismo piensa crecer con su base natural y los aliados que se arrimen. Massa es uno de ellos. Irían también por un electorado que en estas horas parece fluctuante. Habría un 25% de los votantes de Macri en el balotaje, ahora muy descontentos. Esas matemáticas del laboratorio tampoco terminan de cerrar por dos razones: el núcleo duro que retiene Cristina; la huella progresista que pretenden empezar a marcar Stolbizer, el socialismo y radicales críticos. Que por poco que junten, harían siempre mella a cualquier alternativa que se le quiera plantar al Gobierno.
En la Casa Rosada observan con buenos ojos las complicaciones en la oposición. Pero sus verdaderas preocupaciones están en otro lado. La crisis sigue acechando. Macri corre una carrera contra reloj. Porque en apenas un año y meses debe dar vuelta el escenario económico para afrontar con posibilidades el proyecto de la reelección. La prioridad consiste en capear la tormenta financiera. La última semana resultó más o menos auspiciosa. Pero no representa ninguna garantía. Nicolás Dujovne, el ministro de Hacienda y Finanzas, y Luis Caputo, el titular del Banco Central, estiman que insumirá todo el mes de julio la búsqueda de un anclaje confiable. Traducido: recién entonces podrá formarse una idea cabal sobre el precio estable del dólar. A partir de ese momento podría iniciarse el recuento de los daños causados por la crisis en la economía real. Proyectar la inflación 2018, sobrellevar los efectos de la ineludible recesión que da sus primeros síntomas y, en el mejor de los casos, amanecer el 2019 con expectativas diferentes.
En manos de los economistas estaría, en gran medida, la reconstrucción de la confianza social perdida. Pero buena responsabilidad caerá también sobre la destreza política. Existe un recorrido de estos dos largos años que puede animarlos. Desde el 2015 el humor social se ha podido visualizar como una montaña rusa. Tuvo un pico después de la asunción de Macri pero zigzagueó durante el 2016. Exhibió una caída al arrancar el 2017. Llegó una meseta que se extendió hasta las PASO. Luego de la victoria en las legislativas de octubre sucedió otro pico que se prolongó hasta la reforma previsional de diciembre. Enseguida otra caída y otra meseta que desembocó en un desplome cuando apareció en mayo la tormenta financiera. Ahora de nuevo el llano, amén de una suave recuperación. En todos los casos el horizonte económico asomó determinante. Pero la política, según las circunstancias, ayudó o perjudicó.
Esa política no sólo tiene relación con el vínculo con la oposición. También con necesarias previsiones del poder. Los especialistas subrayan, a propósito, una referencia. Entre enero y febrero Caputo tomó los últimos 9 mil millones de dólares de deuda en los mercados. Le comunicó al Presidente que, por el cambio en las condiciones internacionales, sería imposible continuar el financiamiento de ese modo. El gradualismo empezó a estar en riesgo. La tormenta financiera severa comenzó a descargarse en mayo. El Gobierno asomó demasiado expuesto a la intemperie y la improvisación.
Macri pretende ahora cumplir a rajatabla el acuerdo con el FMI. Con las metas pautadas del ajuste. De reducción del déficit fiscal. El instrumento será la ley de Presupuesto para el 2019 que recién llegará al Congreso el 15 de septiembre. Existe un extenso trecho por recorrer. No hay una única mirada en Cambiemos acerca de cómo hacerlo. Rogelio Frigerio viene conversando, al menos, con cinco gobernadores peronistas. María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta se comunican con Massa. El Presidente barrunta que el peronismo podría empujarlos a una pérdida de tiempo que haría al final del Presupuesto una herramienta estéril.
En ese caso Macri no vacilará en prolongar la vigencia del Presupuesto actual. Como hizo Cristina en 2010. No sería la mejor señal para recuperar la confianza externa. El ministro del Interior estaría pensando en una fórmula intermedia. Que tampoco desagrada a Vidal y Rodríguez Larreta. Celebrar un acuerdo presupuestario general con los gobernadores antes de septiembre. Dejar las discusiones particulares para cuando el tema aterrice en el Congreso. La plataforma será cumplir con el compromiso del recorte de 200 mil millones de pesos.
El peronismo dialoguista posee una sola condición. No aceptará votar la ley de Presupuesto a libro cerrado. Como la envíe el Poder Ejecutivo. Estarían propensos a formar parte de una votación en general. Guardándose espacio de disidencias para la votación en particular. Tampoco harían alharaca si el Gobierno decide prorrogar el viejo Presupuesto. “Se llevarían todo el costo”, especulan.
Se trata de un abanico de variantes en ciernes. Restringidas por una realidad económica y social que se avizora sumamente destemplada.