El gradualismo —la piedra angular sobre la que descansa el edificio político trabajosamente construido por el macrismo en los últimos dos años— no depende del humor social, de la buena o mala voluntad del peronismo ortodoxo, de las posibles consecuencias a que pudiera dar lugar un veto presidencial o de los disensos —a todas luces visibles— estallados en el seno de Cambiemos. La gobernabilidad que es, al final del día, el dato excluyente a tener en cuenta, requiere, en primer lugar, el nihil obstat de los mercados de deuda soberana; en segundo lugar, la invariabilidad de las tasas de interés internacionales; y, por último, la desunión del peronismo. Así de simple.
La condición necesaria para que la actual administración llegue a octubre en condiciones saludables —o sea, con posibilidades de ganar las elecciones que se substanciarán entonces, y conseguir la reelección de Mauricio Macri— se halla asociada en mucho mayor medida a factores de carácter externo que a las turbulencias de cabotaje a las cuales asistimos en estos días.
El intento, voceado a los cuatro vientos, del grueso del arco opositor de ponerle un palo en la rueda a la política tarifaria del oficialismo, puede prosperar en las dos cámaras del Congreso Nacional. Las posibilidades de que los justicialistas a secas, las minúsculas facciones de la izquierda criolla, los seguidores de Sergio Massa y los incondicionales de Cristina Fernández, unidos en dulce montón, logren en el curso de los próximos días imponer su criterio, son altas. A su vez, el reclamo extendido a buena parte de la ciudadanía de corregir de alguna forma —cualquiera que ésta fuese— los aumentos anunciados, irá in crescendo.
Los obispos alzarán su voz para pedir que la solidaridad prive en la decisión de los gobernantes y los periodistas —como de costumbre— se subirán a la ola para fustigar el alza en cuestión. Bien. Pero nada de ello hará que en la Casa Rosada retrocedan un paso en punto al fondo de la cuestión. No en razón de que el jefe de estado sea un descendiente tozudo de calabreses o porque resulte un insensible frente a los padecimientos y estrecheces de los más necesitados.
El motivo es otro y sencillo de explicar: no tiene opción. Conviene entender hasta qué punto el desenvolvimiento de nuestra economía está atado a la capacidad de obtener financiamiento externo. Si desfalleciese la confianza en los mercados de deuda respecto del rumbo del gobierno argentino, el dólar volaría por los aires y una crisis de proporciones se abatiría sobre el país. En semejante escenario, la gobernabilidad sería puesta en tela de juicio.
Dar marcha atrás significaría para el macrismo el principio del fin, en virtud de la evaluación que se haría —del presente y del futuro inmediato de la Argentina— fuera de nuestras fronteras. Por ahora el ajuste del gasto público ha sido tímido —inferior incluso a la suba de los intereses para financiar el gradualismo— y se ha basado, básicamente, en la quita de los subsidios del Tesoro a las tarifas de los servicios públicos. En el caso de que el gobierno diese el brazo a torcer y aguase los aumentos o los suspendiese, la credibilidad de Cambiemos rodaría por el piso y con ello desaparecería, de la noche a la mañana, cualquier financiamiento en el que pudiera pensarse. La probabilidad, pues, de un retroceso gubernamental en la materia se reduce a cero. Desdoblar los aumentos no es de descartar. Que los gobernadores hagan algún esfuerzo adicional, tampoco. Pero nada que complique el cálculo fiscal del año.
En más de una oportunidad hemos planteado que del hecho de saber que el gradualismo llegó para quedarse —y de que en la cabeza de Macri nunca tuvo asidero una política de shock— no se sigue con fuerza de necesidad que el camino elegido deba tener éxito. La pregunta que está en boca de todos es, precisamente, si el gradualismo alcanza o si resulta insuficiente. Sus limitaciones están a la vista de la sociedad y no pueden taparse con promesas vagas u optimismo bobo. Aun haciendo la totalidad de los deberes razonablemente, igual vamos a quedar a merced, por ejemplo, del alza de la tasa de interés de la Reserva Federal de los Estados Unidos. A esta altura es sabido que la inflación difícilmente baje de 20 % y que el crecimiento de la economía no alcanzara a 2 %. LA carga de intereses seguirá creciendo en mayor medida que la reducción del primario y el déficit de cuenta corriente también continuará su tendencia alcista. En materia económica los datos negativos se suman sin solución de continuidad y dan lugar al pesimismo respecto del futuro que registran todas las encuestas cuantitativas, sin excepciones.
Como se ve hay números que son inmodificables. De aquí a fines de año no variarán demasiado. Si de puertas para adentro la situación luce crítica, no son mejores las noticias que llegan de los mercados internacionales. Al ministro de Finanzas no le será fácil, como en los dos años pasados, hacerse de los U$ 40000 MM que demanda, para subsistir, el esquema gradualista. Tendrá que realizar un esfuerzo extraordinario a un costo altísimo. Y nadie se animaría a decir hoy cuánto tiempo más podrá continuar tomándose deuda sin que aparezcan resistencias de parte de los prestamistas.
Macri deberá probar que es un avezado piloto de tormentas. Él escogió este modelo y fue él quien prefirió convertir a sus ministros en subsecretarios dependientes de la jefatura de gabinete y de sus dos perros cancerberos: Mario Quintana y Gustavo Lopetegui. De momento, da la impresión de creer a pie juntillas en el libreto que repiten —a quien desee escucharlos— Marcos Peña, Jaime Durán Barba y la mesa chica: que este es el último esfuerzo y que en el segundo semestre comenzarán a percibirse, de manera clara, los efectos benéficos del plan económico. Pero es sólo una impresión frágil. Si estuviese totalmente convencido no habría ido a buscar el consejo de Domingo Cavallo y no barajaría la posibilidad de remozar el gabinete. El presidente tiene la certeza de que no puede dar una muestra de debilidad ante un arco opositor que ha demostrado, desde octubre del pasado año a la fecha, que más allá de sus diferencias —que son indisimulables— está siempre al acecho para aprovecharse de los errores y traspiés del oficialismo. Las capillas peronistas no son capaces de unirse pero sí de formar un bloque parlamentario pasajero a los efectos de poner en aprietos al macrismo.
Lo que quedó insinuado con la reforma provisional ha venido a confirmarse con el tema tarifario. Es de todos conocido que, cuando el justicialismo huele sangre, actúa de una sola manera. De cómo reaccionen los mercados y de cuál sea la decisión de Macri, dependerá la dimensión de la crisis. De momento nada hace prever que resulte inmanejable. Sin embargo, entre los resortes que no maneja el gobierno, las insuficiencias del gradualismo y los daños autoinfligidos, la combinación plantea serias dudas en cuanto a la deriva de Cambiemos.
Nada que no pueda sobrellevar con éxito, a condición de darse cuenta de que es imprescindible introducir cambios de fondo en el programa económico. Por ahora y seguramente hasta fin de año, al menos, la balcanización peronista seguirá siendo el mejor aliado y salvavidas del macrismo. Claro que en el mundo de las finanzas internacionales se habla otro idioma y la misericordia es una ausente con aviso. Hasta la próxima semana.
Por Vicente Massot y Agustín Monteverde
Fuente: Massot / Monteverde & Asoc