En la disputa ya casi teológica entre metas de inflación y metas de crecimiento que se da dentro de la administración, la autoridad monetaria decidió mantener altas las tasas de interés. Es cierto que teóricamente las altas tasas de interés pueden enfriar la economía (hay economistas que dudan de que ese sea el caso argentino), pero la opción era peor: un nuevo salto del precio del dólar hubiera provocado otro aumento de la inflación. En rigor, cualquier decisión del Central hubiera sido (y es) riesgosa para una economía que viene de un mes, diciembre, con una alta tasa de inflación (alrededor del 3 por ciento). También la inflación anual superó en 2017 en cinco puntos la inflación estimada por el Gobierno.
De paso, Sturzenegger dio una prueba de independencia, un gesto que le hacía
falta desde que apareció en una conferencia de prensa junto con el jefe de
Gabinete y los ministros de Hacienda y Finanzas. Aquella vez, hace doce días, se
cambiaron las metas de inflación para 2018 (pasaron del 10 al 15 por ciento) y
muchos analistas políticos y económicos entendieron que se había producido un
significativo cambio en la política económica. En verdad, es el Poder Ejecutivo
el que fija las metas de inflación, pero luego es el Banco Central el que adopta
sus propias políticas para hacer cumplir esas metas o para evitar males mayores.
Por eso, no se entendió qué hacía Sturzenegger en esa conferencia de prensa. El
presidente del Banco Central debe ser independiente para cumplir con su función
primaria: defender la moneda nacional.
¿Sucedió realmente un cambio drástico de la política económica? Una dosis de realismo no es un cambio. ¿Quién podía creer que en un año, y con políticas gradualistas, la inflación bajaría 14 puntos, del 24 por ciento real de 2017 al 10 por ciento que preveían para 2018? Nadie. De hecho, aún ahora muchos economistas prevén una inflación entre tres y cuatro puntos por encima del 15 por ciento, la nueva meta fijada por el Gobierno. Cuando las variables económicas son tan frágiles, la decisión más modesta puede empeorar cualquier problema. Una baja abrupta de las tasas de interés, que era lo que preveía el mercado financiero, hubiera transferido muchos pesos a dólares. Una mayor demanda hubiera, a su vez, espoleado el precio del dólar, y el aumento de este habría alentado índices más altos de inflación. Enero ya viene cargado por el arrastre inflacionario de diciembre y por los numerosos aumentos que se anunciaron.
En poco más de diez días, las metas volvieron a ser las de inflación. Pero
esta tampoco tiene por qué ser una buena noticia. Una baja pronunciada del
dólar, improbable pero no imposible, complicaría aún más a las exportaciones de
las economía regionales, que registran serios problemas con un dólar subvaluado
hasta hace muy poco tiempo. La actividad económica podría resentirse aún más si
tuvieran razón los teóricos que aseguran que las altas tasas de interés solo
sirven para bajar la demanda de productos y elevar la inversión financiera.
La economía venía registrando ya un caída en su actividad comparada mes contra mes anterior. Los índices de crecimiento seguían siendo altos, hasta diciembre, comparado un mes contra el mismo mes del año anterior, pero en 2016 el país estuvo en recesión. Cualquier comparación de 2017 contra 2016 era extremadamente favorable. La opción del Banco Central no era buena; solo debía elegir el mal menor. O evitaba un nuevo aumento del precio del dólar (y de la inflación) o provocaba una caída de la actividad económica. Prefirió evitar el respingo del dólar con la esperanza de que las seductoras tasas de interés no inmovilicen la economía.
En el garabato inicial de las nuevas metas de inflación pareció ganar el
equipo político y económico sobre la autoridad monetaria. Más precisamente,
habían ganado el jefe de Gabinete, Marcos Peña; el vicejefe, Mario Quintana; el
ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, y el ministro de Finanzas, Luis Caputo.
Pero la decisión de ayer de Sturzenegger restablece cierto equilibrio en la
relación de fuerzas internas del Gobierno. Es el Banco Central, en última
instancia, el que debe fijar la política monetaria y es el Poder Ejecutivo el
que debe hacer su trabajo para bajar las expectativas inflacionarias. No hay
mejor estímulo para la inflación que el déficit fiscal o, para decirlo de otro
modo, el excesivo gasto del Estado.
¿Puede Macri adoptar una política de dura contención del gasto público? Tiene límites muy rígidos, aunque parezca un político que lo puede todo después del triunfo electoral de octubre. La coalición gobernante sigue siendo una minoría en las dos cámaras del Congreso; la mayoría de las provincias están en manos de la oposición y, lo que es más decisivo, casi un tercio de la población está bajo la línea de la pobreza. Ese es el mapa del poder y de la sociedad que lo llevó al Presidente a adoptar políticas gradualistas, financiadas sobre todo con el endeudamiento público.
Sturzenegger eligió ayer el riesgo (lo hubiera sido en cualquier caso) para no alentar más las expectativas inflacionarias. La inflación es también un elemento que debilita a los presidentes y que afecta a todos los sectores sociales, pero sobre todo a los más vulnerables. El riesgo consiste en que los teóricos acierten y la economía comience a paralizarse. ¿Tendrá la culpa Sturzenegger por eso? Sería injusto. La mayor necesidad del país son las inversiones, que tienen un claro efecto reactivador, si es cierto que el equipo económico quiere licuar el déficit con el crecimiento. Hasta ahora, la inversión ha sido mayoritariamente nacional (contra lo que suponía el propio Gobierno) y la que se hace esperar es la inversión extranjera.
Un elemento no menor para la necesidad de contener la inflación es el inminente comienzo del período de paritarias. ¿Cómo convencer a los gremios que la inflación será del 15 por ciento anual si la inflación de enero fuera alta y se sumara a la también alta inflación de 2017? Cuando todos los economistas colocan en el 24 por ciento la inflación del año pasado, Hugo Moyano ya la fijó en el 27 por ciento. Ese es su arte: sacar un tres por ciento aquí y otro dos por ciento allá. Solo la tardía acción judicial contra algunos dirigentes sindicales podría serenar el ímpetu sindical en materia de aumentos salariales. El mejor remedio sería mostrarles índices inflacionarios mejores que los que hubo en los últimos tiempos. Ese es uno de los favores que, quizá, le hizo Sturzenegger a Macri cuando ayer se mantuvo en la senda de la ortodoxia en un mundo de tímidos keynesianos.