Quizás sea hora de replantearse la política antiinflacionaria. Si la evaluamos con relación a las metas del Banco Central o desde una perspectiva histórica o regional, sus resultados no son satisfactorios. Para 2016 la autoridad monetaria se propuso una meta de tasa de inflación de entre 20% y 25% y para 2017, de entre 12% y 17%. Es decir que superó en casi diez puntos porcentuales el tope el primer año y excederá al menos en cinco el de este año.
Quizás la evidencia más contundente de la necesidad de un replanteo surge de
comparar la evolución de la tasa de inflación anual acumulada en los últimos 23
meses con la del período en que Axel Kicillof ocupó el Ministerio de Economía y
Juan Carlos Fábrega y luego Alejandro Vanoli, el Banco Central. Para neutralizar
el efecto de la manipulación del Indec, la comparación se basa en las
estadísticas del Billion Prices Project del MIT, que ahora publica la empresa
PriceStats.
Es cierto que Kicillof mantuvo el congelamiento de las tarifas y el precio de los combustibles, algo que tuvieron que corregir sus sucesores, con el consiguiente impacto inflacionario. De cualquier manera, por donde se la mire, su gestión es una vara muy baja para evaluar cualquier política económica. Sin embargo, no sólo la trayectoria de la tasa de inflación en ambos casos es muy similar, sino que luego de 23 meses terminaron casi en el mismo lugar: en octubre de 2015, la tasa anual acumulada de inflación fue sólo 3,5% superior a la alcanzada en octubre de 2017. Para poner esta diferencia en contexto, es prácticamente la inflación anual promedio estimada para Paraguay en 2017.
Si tomamos una perspectiva de más largo plazo, la conclusión es similar. En
los últimos setenta años (antes de 1945 no teníamos inflación), ningún plan de
estabilización logró bajar la tasa de inflación por debajo de 20% si no lo hizo
en sus primeros 24 meses. Si tomamos una perspectiva regional, la comparación
tampoco es favorable. Para el año que viene el FMI estima una inflación promedio
de 17,8%, mientras que para nuestros países vecinos será de 4,1%. Según estas
proyecciones, sólo en 2021 la Argentina alcanzará una inflación de un dígito
apenas por debajo de 10%. Si comparamos esta trayectoria con la experiencia de
nuestros vecinos en las últimas dos décadas, nos habrá tomado seis años lograr
lo que a ellos les llevó menos de tres.
La inflación argentina es un fenómeno monetario causado por un agujero fiscal, que, a su vez, es producto de las distorsiones que el populismo introdujo en nuestro sistema económico. Si no se corrigen estos desequilibrios -entre otras cosas, bajando el gasto público y los impuestos-, será imposible bajar la inflación a niveles similares a los de nuestros vecinos. Y si no bajamos la inflación a esos niveles, será difícil retomar la senda de crecimiento económico sostenido.
Con los niveles actuales de gasto público y déficit fiscal (de los más altos de la historia), tratar de combatir la inflación con altas tasas de interés, como lo viene haciendo el Banco Central, está condenado al fracaso. Tasas de interés altas, impuestos altos y tipo de cambio atrasado constituyen una combinación letal para los sectores que compiten internacionalmente. Implica transferir recursos del sector privado productivo al sector público improductivo (la culpa no es del Banco Central: quien fija el nivel de gasto público es el Gobierno).
Las altas tasas de interés generan un fuerte ingreso de capitales que pone presión sobre el tipo de cambio y la oferta monetaria. Este efecto se exacerba por la financiación del enorme déficit fiscal con endeudamiento externo. El Banco Central "esteriliza" el impacto monetario de estos flujos emitiendo Lebac. Básicamente, hace la "bicicleta" al revés: se endeuda en pesos a tasas altas y compra dólares que invierte a tasas muy bajas. Esta operación le genera pérdidas crecientes (que son incluso mayores que las que sufrió con las desafortunadas ventas de dólares a futuro), que solo podrá eliminar con una fuerte devaluación, lo que a su vez alimentaría aún más la inflación.
No corregir todos estos desequilibrios tiene un costo que aumenta día a día y eleva la vulnerabilidad de la economía a shocks externos. El proyecto de cambio iniciado en diciembre de 2015 ya muestra resultados positivos en varios frentes. No tiene sentido comprometer su éxito con una política que, como está planteada, conlleva un alto riesgo y promete tan magros resultados.