Un cuarto de siglo de votar mafiosos para que se hagan cargo de la política ha llevado a millones de argentinos a la creencia en su inutilidad. No. No a la creencia en la inutilidad de los argentinos que por un cuarto de siglo votaron mafiosos para que se hicieran cargo de la política, sino a la creencia en la inutilidad de la política; esa paparruchada que en países más venturosos se cuidan mucho de desdeñar.
Una parte sustancial de esta creencia se basa en la propaganda de una secta,
la de los "liberalotes", para quienes todo gasto público es una infamia y un
complot. No hay que culparlos. Abrumados por 15 años de cargas fiscales
crecientes, choreos monumentales y desquicios generales de la corporación
política, los liberalotes han sacado la conclusión de que todo gasto público es
una iniquidad. Los abusos cometidos bajo el principio de que la política es
digna y hasta heroica, y la economía, una diosa menor, los convencieron de
invertir la ecuación. Para el liberalotista, la economía es una ciencia exacta y
la política, una superstición.
De allí que los liberalotes propongan recortes draconianos del gasto social, despido de millones de empleados públicos y amputaciones generales del Estado. No importa si la pierna gangrenada o la cabeza. Ahora mismo. A como dé lugar. Son planes excelentes, dicen, que han dado maravillosos resultados en muchos países. Países unificados, claro, por una peculiaridad: la de no ser la Argentina. Países que no tienen un tercio de los habitantes en la pobreza, millones que sobreviven de subsidios, un gobierno que dispone de minúsculas minorías parlamentarias y el peronismo a cargo de los sindicatos y la oposición. No importa, sostiene el médico liberalote, en tanto levanta de la cama al paciente con insuficiencia cardíaca, le desconecta el goteo, le pone zapatillas y lo saca a correr mientras le explica que es la falta de ejercicio la que lo tiene así.
Hay que dejar de mantener vagos, sostiene el liberalote. Y de tan justa afirmación extrae la conclusión de que hay que suprimir los subsidios ya. No se le pasa por la cabeza que de un vago suele depender una familia. Mucho menos calcula el enorme impacto de ese pequeño ahorro en el conjunto social: niños que dejan de comer o abandonan la escuela, incremento de las organizaciones piqueteras, ciudades copadas por turbas y más gente que sale de caño de la que ya hay. Si los liberalotes hicieran el cálculo completo en vez de leer por cuarta vez la misma novela de Ayn Rand comprobarían que el resultado total es negativo. Y si de veras creyeran en las cifras ya hubieran calculado que un gobierno que se cae no es el mejor instrumento para reducir el déficit fiscal. Pero no. El liberalote es jugador de ajedrez de una movida sola, el reverso de aquel que puso un cepo porque escaseaban los dólares, pero con doctorado en el MIT.
El liberalote da conferencias sobre eficiencia y competitividad, pero si no logra juntar cuatro mil fichas para constituir el partido liberal que la Argentina necesita la culpa es del sistema solar. Es fácil detectarlo por su obsesión central: el endeudamiento insostenible. Cinco minutos después de explicarnos el fracaso de la Unión Soviética por un único factor -la superioridad intelectual del mercado respecto de cualquier burócrata- el liberalote nos explica que el mercado internacional de capitales se equivoca cuando le presta a la Argentina a tasas cada vez más bajas en lugar de hacerle caso a él, que anuncia el apocalipsis final.
¡La reforma fiscal es insuficiente!, proclama. ¡Esto puede explotar! Ni se le ocurre que el paquete de reformas tiene que pasar por un Congreso en el que Cambiemos dispone de un tercio de los diputados y un quinto de los senadores; y en el que el peronismo es la oposición. Es que el negocio del liberalote es ocuparse de economía política desconociendo la mitad que le desagrada de la ecuación. Por eso aplica en sus recetas para el país lo opuesto de lo que recomienda en las empresas. Si alguien lo consultara diciendo: "Mi compañía tiene un gran potencial pero un sistema de gestión horrible", el asesor liberalote le recomendaría contratar mejores administradores para absorber lo mejor que ofrece el mercado pagando más que la competencia. Exactamente lo contrario de lo que propone para el país: bajar sueldos y suprimir ministerios. No digo que no haya que hacerlo. Digo que al hacerlo habría que evitar empeorar el horrendo sistema de toma de decisiones argentino haciendo que los más capaces huyan al sector privado, como sucede desde 1923.
El liberalote no consigue dormir pensando en lo que gana -digamos- Sandra Mendoza, pero no se da cuenta de que es lo mismo que gana -digamos- Elisa Carrió. Por el contrario, la vota. La votan sin agradecerle que gane mucho menos que -digamos- Jorge Lanata, o de lo que ganaría si pusiera un buffet. Nos votan porque sí, y nos insultan luego, sin pensar que existen infinidad de abusos injustificados en la política argentina, pero ese no es un buen motivo para meter en la misma bolsa a los mafiosos y a los que combatieron a la mafia que se robó el país. Nos votan sin pensar que un diputado gana como un ejecutivo del sector privado aunque su exposición y responsabilidades sean mucho mayores. Nos votan y después de votarnos nos desprecian sin comprender que la carrera política tiene un piso alto, pero un techo bajo; motivo por el cual el Presidente gana 173.000 pesos por mes. Bastante menos que un piloto de avión.
El liberalote no es malvado, sino necio. Como votó a Cambiemos, pretende que Cambiemos sea liberalote y se indigna cuando se da cuenta de que no. Su doctrina se basa en los beneficios sociales del interés individual, pero exige que sus representantes se comporten como Mahatma Gandhi. Y le duele la herida reciente, la del kirchnerismo, mientras que la anterior, la del "Para qué queremos políticos si tenemos a los militares", se le chispoteó. Porque le convenía, dirán ustedes, ya que sus abuelos se dejaron la democracia en un tanque de Videla y sus tíos se olvidaron la república en la butaca de atrás del Menemóvil.
Tiempos pasados, ciertamente. Pero aunque cree en la democracia, el moderno liberalote piensa que el Poder Legislativo es una dilapidación. Con el Ejecutivo, basta y sobra, piensa. Tocqueville y Berlin se desmayarían, pero no es culpa del liberalote. Es que 12 años de estropicio populista han liberalotizado al país. Un país en el que nadie propondría bajarle el sueldo al piloto del avión al que se va a subir, pero en el que el pedido de que los senadores ganen menos que los camioneros es un hit nacional.
Mientras esto sucede, las empresas asesoradas por liberalotes siguen subiendo salarios y benefits de sus ejecutivos. Es que en un mundo de altísima productividad la toma de decisiones constituye el problema principal para toda empresa, explican los liberalotes. Lo que no explican es por qué este principio no se aplica al país. Lo que no explican es por qué ganar una banca como diputado significa someterse a revisiones de cuenta preventivas cuando falta más de un mes para la asunción. Al liberalote ni se le ocurre que ofende. Que ofende a los honrados y no a los chorros, que no viven de sus dietas sino de las rentas ilícitas miles de veces superiores que les provee su posición. Y menos se le ocurre que el efecto inevitable del "todo-es-lo-mismo" y de la prédica antipolítica es que el Congreso se llene de Sandras Mendoza mientras huyen, espantadas, las Carrió.
El Autor es diputado electo por Cambiemos