Cuando se piensa en el aporte que hacen el sector agropecuario y la agroindustria a la economía nacional lo más usual es plantear la discusión en términos de generación de divisas, es decir, destacando la gran capacidad que tiene el sector para proveer los dólares necesarios para cubrir el desbalance externo en que incurren otras actividades. Por ejemplo, en 2016 las exportaciones de productos primarios agrícolas y manufacturas de origen agropecuario (MOA) le dieron al país u$s 35.800 millones, permitiendo cubrir la totalidad de las importaciones de combustibles, automóviles y bienes de capital, incluyendo sus piezas y accesorios.
Una caracterización errónea muy habitual es pensar al agro como un sector concentrado, poco tecnificado, que emplea insuficiente mano de obra y que básicamente se dedica a la explotación de recursos naturales sin ningún aporte sobre la economía del interior del país. Como extractor de esas rentas naturales, se argumenta que hay que ubicarlo como blanco para la aplicación de altos impuestos y así justificar medidas de restricción al comercio exterior.
Afortunadamente, quienes lideran la cartera del Ministerio de Agroindustria desde finales de 2015 se han esforzado por cambiar esta concepción equivocada de las cosas. Esto resultó en la obtención de una cosecha récord en la campaña 2016/17, que distintas estimaciones ubican entre 125 y 130 millones de toneladas, incluyendo máximos históricos en las cosechas de trigo y maíz, dos de los cultivos más castigados de la última década.
Semejante volumen de cosecha no es neutral para la marcha de la economía, ya
que aparecen importantes eslabonamientos hacia adelante. Los granos se
almacenan, se acondicionan y se transportan. En su cadena de comercialización
interviene una amplia gama de actores hasta que el producto llega a su
consumidor interno o externo, muchas veces con agregado de valor. Los
eslabonamientos hacia atrás son también importantes: para obtener la cosecha se
requieren semillas, fertilizantes, maquinaria, combustible, etc. Todo esto sin
contar muchos otros servicios que participan del proceso, como los vinculados a
ciencia y tecnología.
En definitiva, se trata de una enorme cadena de valor que distintos analistas sostienen que representa no menos del 20% del PIB en términos directos e indirectos. Solamente el valor de las exportaciones agrícolas equivale a 7 puntos porcentuales de ese total. Con la característica de que en este proceso intervienen unas 400 mil empresas, que participan del sistema financiero local y pagan impuestos, además de generar entre el 30% y 35% del empleo total del país, según metodologías de cálculo de empleo indirecto. Se trata sin dudas de uno de los ejes estratégicos por el que debe girar cualquier proyecto de desarrollo de nuestra Nación.
Un elemento que debe tenerse en cuenta además es la extensa cobertura geográfica que tiene el sistema agroindustrial, que lo vuelve clave en términos de integración territorial y distribución demográfica. Es crucial que en el campo se generen oportunidades productivas que atenúen la necesidad de migrar hacia las ciudades. Por ello, en las demandas de mayor inversión pública en caminos e infraestructura de transporte no hay que olvidarse de lo importante que es agregar valor en origen. También existen las necesidades de comunicación de pequeños agricultores y comunidades rurales que viven en el interior.
El agro es fuente de alimentos y energía y en nuestro país tiene una gran potencialidad, que debemos saber apreciar. Queda mucho por hacer para aprovechar al máximo nuestras oportunidades y capacidades. Si bien el contexto internacional luce ahora menos favorable que a principios de la década, es momento de pensar en la productividad como la clave para enfrentar escenarios futuros eventualmente menos favorables que el actual. El primer paso es reconocer con orgullo lo bueno que tenemos.