La convocatoria a consolidar una democracia republicana no puede soslayar que la Argentina tiene crisis de "caja" desde su emancipación. La constitución política para organizar el poder y fijar reglas de juego para su ejercicio tiene como contracara mecanismos para financiar la provisión de bienes y servicios públicos y preservar una moneda estable. La República tiene pendiente un contrato fiscal.
La Constitución reformada en 1994 exigió que el Congreso de la Nación Argentina dicte en un período no superior a un año una nueva ley de coparticipación federal de impuestos. Todavía no hay ley en 2017, y así estamos. Con un gasto público consolidado en los distintos niveles de gobierno que roza el 50% del producto, con una carga tributaria récord que ha sumado impuestos distorsivos y obliga a tributar sobre bases imponibles teóricas, y con un déficit fiscal consolidado (Nación, provincias, municipios) de ocho puntos del PBI que exacerba la recurrencia a nuevo endeudamiento y cronifica la inflación. Además, con inclusión de nuevos bienes públicos que no tienen financiamiento asegurado y con una deficiente calidad de las prestaciones en general. Las explosiones periódicas de las cuentas públicas y externas, con las consecuentes devaluaciones y destrucción de la moneda, son consecuencia directa de esta "grieta" fiscal no resuelta.
Roberto Cortés Conde recuerda que en el período colonial la administración del virreinato del Río de la Plata había sido financiada con los recursos de la Caja de Potosí, que se fondeaba con las regalías mineras. Nuestras autoridades coloniales, a diferencia de las inglesas, no tuvieron necesidad de contar con el voto de los colonos para cobrar impuestos y pagar sus gastos. La provisión de bienes públicos básicos, sus prioridades y su financiamiento eran decididos por el virrey. Al producirse la ruptura con España, Buenos Aires se quedó con la única aduana externa importante, pero el conjunto del país perdió los aportes de la Caja de Potosí. Las provincias reclamaron sin éxito participación en los ingresos aduaneros.
La disputa duró más de medio siglo y el conflicto fue una de las razones
fundamentales que impidieron un acuerdo constitucional para establecer un pacto
que dividiera atribuciones fiscales entre la Nación y las provincias. La
organización del nuevo Estado requería proveer bienes públicos esenciales
(defensa, seguridad, justicia) y una infraestructura básica que permitiera
articular en el extenso territorio heredado la relación del gobierno central con
los gobiernos locales. A falta de caminos y ríos navegables para los que no
había fondos públicos, los gobiernos locales aislados, sin aportes del gobierno
central, recurrieron a los recursos que les podían proveer las aduanas
interiores. Como esos ingresos fueron insuficientes para financiar los bienes
públicos locales, en muchos distritos la provisión de la seguridad y la defensa
se tercerizó en hacendados que disponían de hombres y caballos como para
organizar una fuerza armada local y asumir el monopolio de la coerción que
corresponde al Estado, a cambio de percibir contribuciones en especie o en
dinero en la jurisdicción que tenían bajo control.
Sin pacto fiscal, en este período se fueron insinuando las dos Argentinas: por un lado, la de Buenos Aires, abierta al comercio exterior, con ingresos fiscales de la Aduana y sujeto de crédito (empréstitos). Por otro lado, el interior, con economías pastoriles pobres donde los precarios estados locales vivieron de los impuestos al comercio interprovincial y de la apropiación de recursos por la fuerza.
Con la organización nacional y la Constitución de 1853 resurgió la necesidad de fijar potestades tributarias, de gasto y de endeudamiento entre la Nación y los estados provinciales. El abanico de bienes públicos a financiar se había ampliado (infraestructura, educación básica). En 1862 la Aduana de Buenos Aires pasó a jurisdicción nacional, tal como se estableció en la Constitución de 1853, y las provincias renunciaron a sus aduanas interiores. En esta etapa se institucionalizó un gobierno nacional, que financiaba bienes públicos con tributos provenientes del comercio internacional, mientras las provincias se quedaron con el producto de los impuestos directos que gravaban las actividades que tenían lugar en ellas y disputaban con la Nación potestades tributarias de algunos impuestos indirectos (sobre el consumo).
La inserción exitosa de la Argentina en el orden mundial de la época y el sostenido crecimiento de la economía permitieron el acercamiento de regiones (el ferrocarril bajó costos de transporte), el aumento de la base imponible y de la recaudación. Muchos creyeron entonces que los fundamentos del acuerdo fiscal eran sólidos.
El tiempo demostró lo contrario. El impuesto a la propiedad que debería haber sido la base de la recaudación en provincias de extensiones ganaderas de gran superficie fue un fiasco. Sin catastro y con escasa población, no proveyó los ingresos necesarios. La "grieta" fiscal, que nunca se había cerrado, reapareció con la crisis del 30. La Nación perdió ingresos fiscales por el derrumbe del comercio exterior y estuvo obligada a buscar recursos alternativos como el impuesto a los réditos. A partir del 30, pero en especial luego de la Segunda Guerra, la crisis fiscal se desmadró. Por un lado, creció la demanda de bienes públicos (salud, vivienda, bienestar social, fomento económico), pero, por otro, los nuevos tributos rompieron la divisoria de aguas de las potestades tributarias del acuerdo constitucional y hubo que coparticiparlos. La crónica crisis de caja obligó a recaudar apelando a mecanismos extratributarios, medidas proteccionistas y uso irrestricto del impuesto inflacionario, sin consultas ni consensos.
En 1935 se implementó el primer sistema de coparticipación de impuestos. El actual, el de la ley 23.548 de 1988 con sus modificaciones, es un laberinto que ha profundizado el divorcio de las potestades de recaudación con las de gasto mientras deja abierto el capítulo del endeudamiento.
La Argentina populista de la última década agravó el problema. Fue por la concentración de la caja para centralizar el poder del Estado clientelar y asignar recursos de manera discrecional. El populismo es fiscalmente unitario, y así como en su concepción política necesita alimentar una "grieta" social, su planteo económico ensancha la "grieta" fiscal. No hay federalismo cuando los gobernadores dependen del poder central para ejecutar sus presupuestos y deben mendigar obras que se asignan con criterio político. Es el funcionamiento de las instituciones de la República el que reasegura el federalismo.
La nueva administración viene dando probadas muestras de su vocación republicana. Pero por la historia, por el presente y por los desafíos que impone el desarrollo económico y social pendiente, la República demanda un pacto fiscal que cierre esta "grieta". Es el tema de agenda excluyente de los consensos básicos que hay que acordar. Oficialismo y oposición, gobierno nacional y gobiernos provinciales tienen el mandato constitucional y el deber histórico de construir estos consensos y traducirlos en políticas de Estado.
El autor es Doctor en Economía y doctor en Derecho