El sector agroindustrial argentino confirmó, en el primer año de la administración Macri inaugurada en diciembre de 2015, su rol de locomotora de la economía argentina. La respuesta a los cambios macroeconómicos y a la estrategia oficial para el campo fue contundente: en 2017 se obtendrá la mayor cosecha de la historia, con récords absolutos en la producción de maíz y trigo. Pero esto es sólo la punta del iceberg.
En la reciente Expoagro, la gran feria de tecnología agropecuaria que se celebró hace tres semanas en San Nicolás, la cifra de negocios superó los 2.000 millones de dólares. Con acompañamiento de un sistema financiero que encuentra en el campo una fuente inagotable y de bajo riesgo, los productores se lanzaron a invertir en bienes de capital, lo que augura un flujo creciente de granos y carnes a corto y mediano plazo.
Se retoma así el vigoroso proceso de intensificación que vivió el sector desde mediados de los años 90, hasta el año 2008. En aquel momento fracasó el intento de aplicar “retenciones móviles” como un mecanismo para capturar la renta del sector. Tras la derrota con el “no positivo” del entonces vicepresidente Julio Cobos en la recordada sesión del Senado, el gobierno de Cristina Kirchner acentuó la presión sobre el sector. El desdoblamiento del tipo de cambio (con un dólar oficial alejado del valor de mercado) y las restricciones a la exportación de cereales dieron lugar a una ecuación de resultado negativo.
La resultante fue una caída de la siembra y la producción de trigo y maíz. Solo se mantuvo cierto crecimiento en la producción de soja. Así, la cosecha se estancó en las 100 millones de toneladas desde el 2008 al 2016, cuando la mayor parte de los analistas sostenía que debería seguir creciendo a un ritmo de 2 millones de toneladas por año.
Lo sucedido en la primera campaña de la era M lo confirmó: este año se recogerán 130 millones de toneladas. En maíz, se pasó de 23 a 37. En trigo, de 11 a 18. En soja, se repetirán los 56 millones de toneladas de la campaña anterior. Esta respuesta diferencial es también consecuencia de la nueva realidad: mientras se eliminaron totalmente las retenciones y las restricciones a la exportación de cereales (maíz y trigo), se mantuvieron en 30% las de la soja. Esto confirma la enorme sensibilidad del sector agrícola ante los estímulos económicos.
El mayor impacto de los tipos de cambio múltiples y los derechos de exportación es que alteran la relación insumo/producto. Los insumos que provee la industria “upstream” (fertilizantes, agroquímicos, combustibles) tienen un precio vinculado al dólar real. Lo mismo sucede con los bienes de capital necesarios para sembrar, proteger los cultivos y cosechar. Mientras tanto, lo que el productor vende se paga con el dólar regulado.
En consecuencia, hacen falta más toneladas de producto (grano) para pagar una tonelada de fertilizante, herbicida, tractor o cosechadora. Frente a esta realidad, la tendencia es a desintensificar, utilizar menos tecnología y producir sólo sobre la base del insumo disponible, que es la tierra. Cayó el uso de fertilizantes, se sembraron semillas de menor potencial (precio más bajo), se deterioró la calidad del grano de trigo y se afectó la fertilidad de los suelos.
Todo esto sucedía en un marco excepcional de los precios agrícolas internacionales. Los altos precios vigentes entre 2007 y 2013 no fueron aprovechados por los productores ni lograron un efecto difusión sobre toda la economía, ya que la producción no creció en la medida de las posibilidades.
La consecuencia de los altos precios de esos años fue un fuerte interés por expandir la producción en todo el mundo agrícola desarrollado. Rápidamente se acumularon stocks, que derivaron en una caída de los precios. Un informe del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, conocido el jueves pasado, confirmó que las existencias globales de granos están en niveles holgados, que preanuncian un ciclo de precios un 40% por debajo de los vigentes cinco años atrás. Una gran cosecha en los EE.UU. fue seguida con récords de soja y maíz en Brasil, y de maíz y trigo en la Argentina.
Frente a este aumento de la oferta, la expectativa se centra en la demanda. La República Popular China ha sido en los últimos años una verdadera aspiradora de soja. Comenzó importando pequeñas cantidades al despuntar el siglo XXI, para llegar actualmente a niveles de 90 millones de toneladas, unos 40.000 millones de dólares. La expansión del consumo de proteínas animales por parte de la población china explica este fenómeno, que se verá estimulado por la caída del precio de la harina y el aceite de soja.
El principal abastecedor del mercado chino es la empresa COFCO, que desembarcó en la Argentina comprando dos grandes empresas de procesamiento y trading: Noble y Nidera. Se convirtió así en el segundo exportador de derivados de soja argentina, desde los puertos del Gran Rosario.
Mientras tanto, otras compañías notables de la agroindustria sojera han anunciado fuertes planes de expansión, con inversiones por 1.700 millones de dólares en el ciclo 2016/17. En la agroindustria, ya no se puede hablar de “brotes verdes” sino de cosechas crecientes. El impacto no será sólo sobre el sector, sino que difundirá sobre toda la economía Y en particular consolidará la salud macroeconómica, garantizando un flujo favorable de divisas y el crecimiento de las reservas.