La superpoblación mundial, la creciente demanda por alimentos, las
consecuencias del cambio climático, la erradicación de la pobreza y la
búsqueda de una nueva matriz energética sustentada en los recursos
renovables, son algunos de los principales problemas que enfrenta la
humanidad y que tienen como común denominador la necesidad de promover
una nueva agricultura que contribuya a los Objetivos del Desarrollo
Sostenible recientemente aprobado en el seno de las Naciones Unidas y
que orientarán el accionar de los gobiernos durante los próximos 15
años.
Frente a la imperiosa necesidad de proveer más y mejores alimentos para
una población que para el 2050 está proyectada en 9000 millones de
habitantes, el continente americano (integrado por los países que
conforman Norte, Centro y Sud América, más las islas del Caribe) se
halla frente a la gran oportunidad de consolidarse como un actor
relevante del comercio agrícola mundial. Sin un renovado protagonismo
del sector agropecuario de nuestra región, que debe seguir aumentando
sus niveles de productividad y competitividad, vía innovación y el
fortalecimiento de su capital humano, no será posible hacer
contribuciones sustantivas para resolver la compleja ecuación de la
seguridad alimentaria mundial.
Lo anterior no invalida, en absoluto, la necesidad de resolver el
dilema ético, frente al problema que enfrentan 170 millones de
latinoamericanos y caribeños, muchos de ellos ubicados en las zonas
rurales y que padecen problemas estructurales de pobreza.
Al mismo tiempo, partiendo de la base que una alta proporción de los
alimentos producidos en el continente provienen de la agricultura
familiar, es preciso generar oportunidades para desarrollar una
agricultura más inclusiva y resiliente, con activa participación de
jóvenes, mujeres y grupos marginales. Y en vez de generar muros
ilusorios para frenar el éxodo rural, es preciso concebir los
territorios rurales como espacios dinámicos de construcción social que
pasen a ser genuinas fuentes de empleo y oportunidades de la nueva
agricultura. En ese sentido, 15 millones de pequeños productores en el
hemisferio, que ocupan alrededor de 400 millones de hectáreas, están
especialmente expuestos a las consecuencias del cambio climático, que
los coloca en una situación de vulnerabilidad derivada de la mayor
ocurrencia de eventos climáticos extremos.
Los cambios y desafíos que se acaban de mencionar impactan sobre la
forma en que se gestiona la cooperación técnica que es una de las
alternativas más dinámicas de las relaciones internacionales,
incluyendo obviamente la definición de prioridades y sus formas de
abordaje. Atrás quedan superados los enfoques lineales y rígidos de
"cooperante-cooperado" y emergen, en cambio, nuevas formas
organizacionales como el trabajo en red, la transdisiciplinariedad, la
agricultura conectada vía TIC, la creación de bienes públicos
internacionales y la constitución de consorcios público-privados.
Si bien los gobiernos y los organismos internacionales siguen siendo
sus actores principales, emergen con fuerza instituciones de la
sociedad civil, la academia, organizaciones de beneficiarios y del
sector privado. Para instituciones que, como el Instituto
Interamericano de Cooperación para la Agricultura operan desde hace 75
años contribuyendo con los gobiernos del para promover el desarrollo
agropecuario y el bienestar rural, es tiempo de renovados esfuerzos
para transformar estos desafíos en realidad.