Tal vez la explicación radique en que los otros presidentes democráticos no debieron convivir con minorías opositoras fanáticas y violentas. Sea como sea, el caso reviste una enorme gravedad institucional y, además, expone la fragilidad de un país asediado por grupos ideológicos dispuestos a todo. La reciente agresión en Villa Traful sucedió cuando terminaba diciembre, el mes del apocalipsis que nunca ocurrió. Durante más de dos meses, voceros de aquellas minorías inquietaron a la sociedad con sombríos presagios sobre supuestas sublevaciones sociales. No pasó nada.
Villa Traful es un pueblo bello, pequeño y aislado de la Patagonia. Los que
atentaron contra el Presidente no eran vecinos de ahí, sino militantes del
sindicalismo kirchnerista de la capital de Neuquén. Practicaron la misma
maniobra que habían usado en Mar del Plata hace cuatro meses. Un día antes de la
visita de Macri, se metieron en casas que estaban dentro de los cordones de la
seguridad presidencial. De ese modo, no debieron atravesar luego el control de
la custodia de Macri. En Mar del Plata estuvieron muy cerca de agredirlo
seriamente; lo salvó al Presidente un grupo de trabajadores que estaban en las
obras que Macri acababa de visitar. En Villa Traful lo salvó la suerte. La
piedra estalló contra el vidrio de la camioneta en la que viajaba a un metro del
asiento que ocupaba.
En Villa Traful y en Mar del Plata, los grupos violentos fueron identificados
después como adscriptos al kirchnerismo, que ahora se reduce al cristinismo duro
y cerril.
El peronismo de Neuquén, que no gobierna la provincia, está bajo la
influencia de Oscar Parrilli, el ex jefe de los servicios de inteligencia de
Cristina. Ya antes, el Presidente debió postergar una visita a Neuquén porque su
agencia de inteligencia le advirtió que su seguridad no estaba garantizada.
La violencia no es nueva en el cristinismo. ¿Qué concepto de la pacificación
política puede tener un grupo que en su momento exaltó al prepotente Guillermo
Moreno e inauguró la era del escrache en la Argentina? El escrache es un método
de identificación del enemigo que instauraron el fascismo italiano y el nazismo
alemán. Esas execrables corrientes ideológicas también usaron el método de usar
información falsa para desacreditar al enemigo designado.
El fárrago tuitero de Cristina Kirchner sigue siendo un catálogo de sornas groseras, de descalificaciones improbables y de violencia verbal implícita. Es ella la que contribuye a generar entre sus seguidores el odio incapaz de entender las razones. ¿Desesperación ante el previsible huracán de persecuciones judiciales? Puede ser, pero lo cierto es que el fanatismo que creó la ex presidenta es, como todo fanatismo, violento y ciego.
Hace poco, una encuestadora hizo focus groups sólo con militantes cristinistas. Les mostraron las fotos de José López revoleando millones de dólares sobre un convento y las de la caja de seguridad de Florencia Kirchner con casi seis millones de dólares. Respuesta de esa militancia cerril: "No es cierto. Son inventos de Clarín".
Ante semejante obcecación, no puede sorprender que desconozcan a Macri como un presidente legal y legítimo. En el fondo, los violentos creen que no están agrediendo a un presidente, sino a un usurpador del poder que es de ellos. La presunta representación de un pueblo invisible es más valiosa para ellos que la elección popular de un presidente o que las virtudes de la democracia. Ésa fue una polémica que se creía agotada entre la sangre y las muertes de hace más de cuarenta años.
La violencia fue tangible también en la Capital, cuando el lunes pasado tomaron y depredaron la comisaría de Flores. Un joven de 14 años había muerto a manos de motochorros. Los vecinos se sublevaron y manifestaron ante la sede policial. Pero los que entraron y destrozaron no fueron los vecinos, otra vez, sino un grupo de barrabravas. Nada se sabe de éstos, salvo que nunca hacen gratis ningún esfuerzo.
El objetivo era claro: crear una situación de rebeldía social que provocara el contagio en otros barrios de la Capital y del revoltoso conurbano bonaerense. Fue el último intento, abortado, para convertir las fiestas de fin de año en una ordalía de rebeldías y represiones.
Párrafo aparte merece la reacción legítima de los vecinos ante la inseguridad. La escasez de seguridad en la Capital es un problema grave, que el jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta colocó en un increíble paréntesis durante un año. Rodríguez Larreta representa a un partido que durante ocho años pidió que el gobierno nacional le pasara la Policía Federal. Es lo que hizo Macri no bien asumió como presidente. Pero el jefe de gobierno capitalino se tomó un año para concretar la fusión de la federal con la metropolitana. Consecuencia: la policía desapareció de las calles. Los asaltos y los crímenes son ahora más frecuentes en la Capital que en la provincia de Buenos Aires.
¿Es difícil la complementación de la Policía Federal y la Metropolitana? Lo es. De hecho, se sabe que nada se hizo frente a los pequeños grupos piqueteros que asolaron la Capital en los días previos a la Navidad, porque Rodríguez Larreta temió que la policía le regalara no un muerto, sino tres. Si así fue, debió entonces abrir las puertas de la Capital a las tropas federales de Patricia Bullrich, la Gendarmería y la Prefectura Naval, que lograron domesticar la protesta en territorios federales (rutas, autopistas, aeropuertos y puertos). Aquel paréntesis en la seguridad de la Capital es una política inaceptable.
Esos pequeños brotes de violencia (algunos extremadamente peligrosos) fue lo único que sacudió la modorra de diciembre. El apocalipsis no sucedió (aunque lo intentaron) por dos razones. La primera es que los gobernantes, sean funcionarios nacionales, gobernadores o intendentes, no retacearon la ayuda social a los sectores más carenciados de la sociedad. Mauricio Macri ordenó el acuerdo con los principales movimientos sociales, que significa un desembolso de 30.000 millones de pesos en tres años. La capacidad de diálogo de su ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, con los dirigentes sociales más alejados de la ideología del Gobierno fue una revelación política. Gobernadores e intendentes peronistas, que tomaron distancia del kirchnerismo, percibieron que ellos también serían víctimas de eventuales sublevaciones. La contribución de ellos a la paz social fue decisiva.
Otra razón no menor fue la prédica del Papa ante todos sus interlocutores argentinos para que hubiera en su país un fin de año pacífico. No se sabe si pronunció, como se dice, la frase "cuiden a Mauricio", pero el sentido de sus palabras y de sus acciones fue en esa dirección. La palabra papal tiene predicamento en movimientos sociales y en algunos sindicatos. Convenció, incluso, a Juan Grabois, un referente de los movimientos sociales y cercano al Pontífice, de que no deben crearse espacios para desestabilizar a un gobierno democrático. También habló, con las moderadas formas de Francisco, con Gustavo Vera para que se callara durante un tiempo, al menos. Vera calló.
Esas gestiones y gestos del Papa no significan, desde ya, que él coincida con todo lo que hace Macri. Su principal reproche (y el de la Iglesia argentina) al gobierno de Macri es que no existe un plan concreto y claro de creación de trabajo genuino. El Papa y su Iglesia sostuvieron siempre que los planes sociales deben ser sólo coyunturales y que la solución definitiva al conflicto social vendrá con la creación de trabajo. A pesar de todo, el Papa sigue siendo centro, aunque de manera mucho más atenuada, de la agresión verbal en las redes sociales de los antikirchneristas (que no le perdonan que haya recibido a Cristina en su momento), de los anticlericales (que son así desde siempre) y de los sectores ultraconservadores de la Iglesia, que lo detestan. Minorías, también.
El país institucional mejoró más allá de la acción de cualquier minoría violenta. No es sólo un mérito de Macri, aunque él contribuyó a crear un clima de libertad y diálogo. También el peronismo no kirchnerista ayudó a la gobernabilidad.
¿Qué habría sido de Macri si el peronismo parlamentario hubiera representado cabalmente a la conducción de Cristina? Sergio Massa, Diego Bossio y, sobre todo, Miguel Pichetto reinstalaron la noción de un peronismo democrático e institucionalista. El Poder Judicial no debió revisar ninguna decisión del Poder Ejecutivo después del caso de las tarifas de gas. Es el resultado del consenso entre el Gobierno y la oposición en casi todas las decisiones importantes.
Sin embargo, algo grave sobrevive: las minorías fanáticas y violentas son la enfermedad incurable del país poskirchnerista.