Pero el jefe del Estado no opina igual. Ve en el veto no sólo una forma para impedir la aplicación de una norma que, para él, constituirá un cepo laboral, sino también una manera de exhibir firmeza y mitigar dudas entre empresarios e inversores.
Quienes hablan a diario con el Presidente señalan incluso que hasta lo notan
cómodo con la idea de debutar en esta potestad que la Constitución le confiere
al titular del Poder Ejecutivo. Macri tuvo desde el inicio de la discusión sobre
la ley para prohibir despidos y duplicar la indemnización laboral la convicción
de que, si salía, debía vetarla. Encontró argumentos hasta en pasadas
declaraciones públicas de quienes impulsaron la iniciativa, como el jefe de los
diputados kirchneristas, Héctor Recalde, y la propia Cristina Fernández de
Kirchner.
Si al asumir su mandato presidencial, Macri explicitó su idea de la política como el arte del acuerdo, hoy ha privilegiado otra cuestión. Si su apuesta para sacar a la Argentina del mal momento económico y social es por la inversión productiva, mejor que cualquier pacto que lleve confusión a potenciales inversores, será en su opinión exhibir firmeza.
Aun cuando se trate de una falsa opción, el actual primer mandatario, puesto
a elegir entre Fernando de la Rúa y Néstor Kirchner, preferiría que quienes
toman decisiones lo vean más parecido al patagónico.
El Presidente está persuadido de que el debate sobre la ley antidespidos no ha sido más que una pulseada política que, bajo ningún concepto, puede darse el lujo de perder. Incluso cuando deba asumir el costo político de un veto, en momentos en que el miedo a perder el trabajo es una realidad en una porción no menor de la sociedad.
Y, por si esto significase poco, Macri también está convencido de que mantener esta ley resultará más caro para la economía del país y su propia gestión gubernamental que cualquier costo político que deba afrontar por vetarla.
Hubiera sido más fácil para el oficialismo que, en la Cámara de Diputados, el proyecto sólo contase con el aval del kirchnerismo y de los bloques de izquierda. Sería menos costoso políticamente vetar una ley impulsada exclusivamente por los "feos, sucios y malos" del kirchnerismo que hacer lo mismo con una norma que, a último momento, sumó el apoyo del Frente Renovador, que lidera Sergio Massa. Sin dudas, si el massismo no hubiera avalado el proyecto tal como vino del Senado, el veto que tendrá lugar sería menos detestable para más sectores.
La decisión finalmente adoptada por los diputados de Massa le suma un problema a Macri. No sólo deberá vetar una ley que fue aprobada por dos tercios del total de los senadores nacionales (48 sobre 72), sino también por el 57% de los diputados (147 sobre 257), aunque si se computan los presentes en la Cámara baja al momento de la votación, habría que hablar del 61,7 por ciento.
Se expone Macri a duras críticas. Por lo pronto, lo acusarán de no respetar la voluntad general del Congreso y de actuar, como su antecesora, en perjuicio de la división de poderes, más allá de que el veto es una facultad del Poder Ejecutivo en nuestro sistema presidencialista. También se le endilgará que su gobierno no es sensible a las necesidades de los trabajadores y que sólo procura beneficiar a los empresarios. En otras palabras, que gobierna para los de arriba.
Las alianzas tácticas difícilmente puedan ser muy duraderas y menos aún permanentes. No era difícil de imaginar que la relación del massismo y el peronismo no kirchnerista con Macri iba a atravesar en algún momento cierta dosis de tensión, como ocurrió en estas últimas semanas en el Congreso. No sólo porque Massa u otros referentes del peronismo renovador estén pensando ya en las lejanas próximas elecciones o en el liderazgo de la oposición, sino también porque la cuestión social les exige ponerse a la cabeza de los reclamos. Aun cuando las soluciones que propicien formen parte de un fracasado repertorio populista.
Macri apuesta a poder calmar la furia sindical y evitar paros, a su relación con los gobernadores y a un argumento contundente: no existe ley antidespidos en ningún país del primer mundo, incluso con niveles de desocupación mayores al de la Argentina.