Se vio algo extraño. Una foto de Mauricio Macri con la cara de hombre enojado (o preocupado, quién lo sabe). Hacía como un año que el Presidente no mostraba un rostro así, al menos públicamente. La foto fue tomada el miércoles pasado y registró un momento de una reunión de gabinete. Macri y sus ministros estaban hablando de la inflación. El sistema de comunicaciones de la Presidencia difundió la foto. Sin dudas: Macri quiso que los argentinos conocieran esa cara de enfado o de inquietud. Dos veces nombró después la palabra maldita: inflación, perversa e inaceptable, dijo.
La primera conclusión es que el jefe del Estado tomó nota de cierto malestar social por el precio de las cosas y que decidió que se supiera que el malestar lo comprende también a él. La otra conclusión que puede sacarse de esa cara poco conocida del Presidente es que el Gobierno no encontró todavía una fórmula eficiente para enfrentar el conflicto inflacionario. No habría razones para su preocupación si tuviera la seguridad de la solución.
Es difícil, sin embargo, encontrar un ministro en el gabinete que se haga cargo del problema. ¿Lo es Prat-Gay, cuando su responsabilidad son la hacienda y las finanzas? Francisco Cabrera tiene en sus manos una parte del problema, pero no todo el problema. Aranguren está envuelto en otro conflicto también con fuerte impacto social: la escasez energética que dejó el cristinismo. Buryaile puede hacerse cargo del precio de la carne, pero no mucho más. Tal vez un primer paso para resolver la cuestión consista en que el Presidente designe a uno de sus ministros para curar el flagelo inflacionario.
En el Gobierno conviven halcones y palomas de la economía. Es un equilibrio inestable, como llamó un ministro esa cohabitación. En los países con larga experiencia democrática, es común que en una misma administración existan funcionarios con distintas opiniones sobre la economía. La Argentina no tiene esa experiencia, porque se aferró siempre a un superministro de Economía (Sourrouille, Cavallo, Lavagna). Macri no quiere repetir tales experiencias y prefirió reservarse para sí mismo el arbitraje final de las discordias. La tensión se explicitó con la puja entre el aumento del mínimo no imponible y la inmodificable escala para aplicarlo. El Presidente está por ahora, con todo, más a gusto con las palomas; es decir, con los gradualistas.
Las razones de Macri para recostarse en el flanco menos ortodoxo de sus economistas son varias. La primera de ellas es que no quiere dejar de ser un presidente popular, como lo es desde que asumió. El sociólogo Eduardo Fidanza dice que Macri no es un presidente populista, pero necesita ser popular. El peronismo, que controla gran parte del Congreso y los sindicatos, sólo se inclina ante las encuestas. "Un Macri con escaso apoyo popular no encontrará ningún peronista cerca", señala, con conocimiento de causa, un peronista. El diagnóstico incluye a Sergio Massa, que suele leer las encuestas antes que los diarios.
Otro argumento del Presidente es que una mixtura de crisis económica internacional y de política de shock interna podría terminar en una crisis política local. Es cierto que el mundo vuelve a la crisis. Se estancan las economías de los Estados Unidos y de Europa. China se desacelera y Brasil está en una profunda recesión. La única noticia buena es que el nuevo gobierno argentino provocó expectativas favorables en el mundo. La próxima visita de Obama a Buenos Aires es una prueba de ello. Pero la crisis internacional existe y sería un grave error desconocerla.
Una tercera razón para la opción de Macri por los gradualistas es que la sociedad no percibe una crisis económica. La gente común sabe que las cosas no están bien, pero no palpita un clima como los de 1989-1991 o 2001-2002, cuando todos los ajustes eran posibles en medio de la desesperación colectiva. Aplicarle una política de shock a una sociedad que vive cierta normalidad sería una decisión demasiado audaz. El último argumento de Macri, pero no menos importante, es que siente cierta desconfianza del diagnóstico (sobre todo por las soluciones) de los excesivamente ortodoxos. Justo él que hizo algunos cursos de economía en el ultraortodoxo CEMA. "Los ortodoxos me pronosticaron la catástrofe final durante 10 años y Cristina se fue sin catástrofe", suele recordar.
La figura descollante de los gradualistas es Prat-Gay, más keynesiano que ortodoxo. Para los moderados, es clave el acuerdo con los holdouts -que se anuncia inminente- porque les permitiría financiar el gradualismo. Si se relee lo que decía antes de ocupar la presidencia del Banco Nación, el funcionario más destacado entre los ortodoxos es Carlos Melconian. Melconian es amigo personal de Macri; Prat-Gay es una decisión política. Los economistas ortodoxos que no están en el Gobierno critican sobre todo que la política se haya puesto por encima de los inexorables mandatos de la economía. "El plan monetario necesita de un plan fiscal y no hay ninguna de las dos cosas. Y sin ellos no hay plan antiinflacionario", repiten.
Un economista ortodoxo con experiencia en la función pública, Orlando Ferreres, desentona de esa descripción coral. "Está bien lo que hace el Presidente", dice, y explica: "Desactivar las bombas que dejó el anterior gobierno, que es lo que está haciendo Macri, y aplicar al mismo tiempo una política de shock sería un cóctel muy arriesgado". En el gobierno de Macri hay buenos economistas: Prat-Gay, Melconian y Federico Sturzenegger, entre los que más resaltan. ¿Por qué no hacer con todos ellos un equipo capaz de construir una política antiinflacionaria? ¿Qué es lo que lo impide?
Una pregunta que siempre conviene hacerse es si el clima del campanario político es el mismo clima de la sociedad. ¿Es la inflación, aquí y ahora, un conflicto tan grande para el microclima político como para la gente de a pie? La respuesta indica que la política está más preocupada que la sociedad. Tal vez la política esté anticipando lo que sucederá luego con el resto de los argentinos. Es cierto que entre los políticos y economistas preocupados están los que tienen la intención de ayudar al Gobierno con sus opiniones. Están también los que pronostican un infierno cercano como expresión de anhelo más que como contribución. Son los seguidores de Cristina Kirchner, que espolean para que Macri se agote rápido y para que luego, más rápido aún, vuelva al poder la ex presidenta. Hasta el peronismo serio sabe que eso no sucederá.
La gestión de Macri cuenta con una aceptación del 65%, según dos encuestadoras prestigiosas. Una de ellas evalúa que los argentinos están ahora más preocupados por el empleo que por la inflación. Aunque la inflación existe, no debe olvidarse que los argentinos vienen de ocho años de inflación alta. Están acostumbrados a convivir con esa anomalía. Les molestan, eso sí, los saltos inflacionarios, como sucedió desde fines de noviembre.
Sólo un 31% de la sociedad considera positiva la situación de la economía. Quiere decir que la mayoría es consciente de que la economía no está bien. Pero un 69% cree que mejorará y un 58% está seguro de que la situación será mucho mejor dentro de un año. Esos porcentajes muestran una sociedad advertida de que Macri heredó una economía en pésimas condiciones. Aquella cara del Presidente expuso una última conclusión. Macri conjetura (y conjetura bien) que en algún momento la sociedad separará la herencia de Cristina y evaluará la eficacia de él para domar el potro de la inflación