Del tiempo propio y del tiempo en que deberían hacer efecto las decisiones que tomó y que piensa tomar. Después de ganar las elecciones y antes de su asunción, estaba muy preocupado, entre otras cosas, porque había calculado que no le iba a alcanzar el tiempo para ofrecer, en persona, ministerios y secretarías claves. Y pensaba que saborear esas escenas era indispensable para la energía del nuevo gobierno. Había dividido su agenda en reuniones cara a cara de 15 y 20 minutos, y otras, más importantes, de media hora y 45 minutos. Pero no había caso. No iba a poder contra el tiempo.
"El momento de ofrecer un cargo, una responsabilidad, es muy intenso. Histórico. Inolvidable. Para ellos y para mí. Y nos lo vamos a perder, por culpa de este traspaso delirante", confesó, entonces, contrariado, a sus amigos. Cuando, por esos días, se puso a pensar en su ciclo vital, y el tiempo que le quedaba, tuvo encuentros muy potentes con su hija Antonia y con su padre, Franco Macri. Y lo habló con su psicoanalista. Le generaba ternura que su pequeña hija tomara con cierta naturalidad su nuevo rol de Presidente, y que su papá, en el medio de un susto médico que casi lo manda a la otra parte, no tuviera plena conciencia de hasta dónde había llegado su hijo. "Representan los dos extremos de la vida. Y todos los días, de paso, me recuerdan que soy mortal. Que la eternidad no existe". También, antes de asumir, Macri estaba obsesionado con salir airoso de lo que denominó el punto de partida".
En aquellos días, que ya parecen muy lejanos, su gran temor era cómo impactaría el levantamiento del cepo cambiario. Cuando comprobó que no derivaría en una corrida, ni en una megadevaluación inmediata, empezó a dormir mejor, y recién entonces se sintió cómodo en su rol de jefe de Estado. "Es que si el punto de partida hubiera salido mal, toda la gestión hubiese sido contaminada por ese fracaso inicial", explicó después. Fue entonces cuando tomó dos decisiones estratégicas.
La primera: no hacer hincapié en la herencia explosiva que le dejó la administración de Cristina Fernández. La segunda: no ejecutar un ajuste clásico o nominal, parecido al que pretendió implementar la Alianza en el principio del mandato de Fernando de la Rúa. ¿Por qué no decir con todas las letras, y desde la propia voz del nuevo Presidente, que, además de la mezquindad de su rol en el traspaso, la jefa de Estado saliente entregó el país con una economía desquiciada, una infraestructura igual o peor que antes de 2003, una situación de pobreza estructural alarmante y un gasto público récord, delirante, junto con un sistema de corrupción sistemática, incluso más escandaloso y creativo que el que caracterizó a los malditos años noventa? ¿Por qué no utilizar ese recurso político legítimo, que, además de servir para ganar tiempo de maduración en las decisiones, hubiese sido útil para explicar, por ejemplo, porque no resulta tan fácil bajar un índice de inflación que se viene acumulando y multiplicando desde el año 2007?
"Porque no queríamos, ni queremos, interrumpir el ciclo de buena onda, confianza y futuras inversiones que vienen para la Argentina a partir del segundo semestre del año. No queríamos que la mala onda se tradujera en brutal enfriamiento de la economía y recesión" explican los que fueron los principales responsables de la campaña y los que manejan el tiempo político y económico de la nueva administración. ¿Es probable que se haya tratado de una decisión equivocada? ¿Es posible que Macri y sus estrategas hayan perdido, con la opción consciente de no hacer hincapié en la herencia, una invalorable oportunidad de prolongar la luna de miel, que todavía continúa pero que es amenazada por la continua alza de precios de la canasta básica?
El propio Presidente confesó a algunos periodistas que hará alusión a lo que le dejó Cristina en el discurso de apertura de las sesiones ordinarias. El ala política, representada por el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, quiere poner ese día toda la carne en el asador. En cambio el jefe de gabinete, Marcos Peña, considera que no se le debe dar tanta importancia a lo que representó el kirchnerismo durante la última década.
"Solo una oportunidad perdida en términos históricos. Solo una época de transición, en la que los gobernantes dijeron que iban a dar vuelta la Argentina, pero la dejaron igual o peor", explicó Peña, palabras más, palabras menos, ante los oídos atentos de un periodista.
La segunda decisión, la de no implementar un ajuste ortodoxo y de una sola vez, es evidente para cualquier economista que no esté contaminado por el discurso delirante de Axel Kicillof y la expresidenta. Pero el problema que representa es, otra vez, el del tiempo. Es decir: el desfasaje de tiempo. O, para ponerlo en términos más entendibles: la falta de ensamble entre, por ejemplo, las subas de las tarifas de la luz y la recuperación del poder adquisitivo de los salarios.
El desfasaje entre la notable aceleración del alza de los precios de los alimentos y el momento en que se haga efectivo el pago a los jubilados, la suba de la asignación por hijo, le baja del IVA para algunos alimentos y a favor de los sectores menos favorecidos y el aumento del mínimo no imponible que se va a aprobar, en unas semanas más, en el parlamento. El tiempo que falta para que se confirme la baja real del déficit fiscal y la emisión monetaria mientras se soporta la legítima presión de los sindicatos para que los salarios recuperen el terreno perdido durante el último año.
También, en este plano, y en el propio seno del Gobierno, hay varias interpretaciones. Una es la que representan Monzó, el intendente de Vicente López, Jorge Macri y los considerados �más políticos�. Ellos creen que hay que hacer algo con los formadores de precios ya. Que hay que ser y parecer. Que no hay que transformarse en Guillermo Moreno pero sí mostrar los dientes a los abusadores. Que con cada compra en el supermercado baja un poco más la buena expectativa que todavía conserva esta flamante gestión. Otros, como Peña, consideran que el humor del �círculo rojo� va para un lado, y el del resto de la sociedad va por otro. Que el ciudadano de a pie no está tan pendiente del día a día y de la lógica amor/odio de las redes sociales. Que un área de Defensa de la Competencia convalidada por el Presidente y como funciona en Chile es más efectiva que las amenazas y los golpes de teléfono. Que hay que estar atento pero no volverse loco. Que no hay que tomar decisiones compulsivas ni bajo la influencia del estrés que proponen los medios de comunicación tradicionales.
En el medio de ambas interpretaciones se encuentra la del Presidente. Macri cree, en efecto, que las cosas, en el mediano y largo plazo, van a mejorar, de manera sustancial. Descuenta que los créditos y las inversiones internacionales se van a multiplicar después del acuerdo con los fondos buitre. Pero está muy preocupado por lo que está sucediendo ahora mismo. Y es porque no coincide con la línea de tiempo que había trazado su obsesión de ingeniero antes de empezar a gobernar. El suponía que ingresaría a marzo con la inflación en baja. Esperaba un segundo semestre de un crecimiento de la economía mayor al que vaticinan la mayoría de los economistas.
Ahora mismo piensa en cuánto tiempo le queda.
Cuánto tiempo le queda para que la suba de los precios termine con la luna de miel.
Cuánto tiempo y espacio político le queda hasta 2017, cuando se realicen las elecciones legislativas de �mitad de mandato�.
Cuánto tiempo le queda hasta que los grandes sindicatos digan basta.
Cuánto hasta que la oposición se organice y se plantee como una opción.
En la Argentina, uno de los países donde la opinión pública se muestra más volátil, el tiempo de la política parece siempre más veloz que el de la vida de todos los días.