En este contexto histórico de la Argentina, las decisiones de inversión y consumo estarán condicionadas por las señales que determinarán las expectativas sobre dos ejes claves: crecimiento e inflación. Y en ese tablero de encrucijadas, será fundamental una política de acuerdos que permita alcanzar un consenso transversal sobre las nuevas reglas económicas.
La economía argentina muestra signos de deterioro difíciles de ignorar, con el estancamiento en la actividad y la nula creación de empleo privado como íconos principales. En este escenario, no hay más stocks para gastar: el déficit energético es enorme, la infraestructura es una asignatura pendiente para la competitividad y las reservas de dólares del Central son escasas. Además, el precio de las commodities se cayó, no es posible seguir sosteniendo este tipo de cambio real y las economías regionales se asfixian.
Esta es la dimensión de la tarea que le espera a las nuevas autoridades. Tendrán que corregir el rumbo de una economía que viene sufriendo desequilibrios y distorsiones durante años. No se trata de una economía que venía sobre el carril correcto y sufrió un shock imprevisto. Se trata de una economía que ha funcionado en desequilibrio mucho tiempo y que, como consecuencia, experimentó cambios en sus estructuras tributarias, de gasto, de costos y de ingresos debido a que los agentes económicos se fueron adaptando de manera paulatina. Justamente, una tarea central será revertir esta adaptación estructural y para ello se necesitan medidas de reforma estructural. No alcanzará con medidas de estabilización tradicionales.
En este sentido, hay una decisión estratégica que debe tomarse sin dilaciones porque es fundacional. Es la de fortalecer las instituciones para generar credibilidad en las organizaciones, tanto políticas como económicas.
Para ello, deben hilarse dos eslabones. El primero es consensuar reglas estables respetadas por todos los sectores. Estas deben apuntar fundamentalmente a la macroeconomía: ordenar las cuentas fiscales, definir metas de inflación como señal de estabilidad para quienes invertirán en el país y, simultáneamente, desarrollar iniciativas que apunten a una mayor equidad. El segundo eslabón es el de recuperar las instituciones independientes, como un Banco Central autónomo y una Justicia de veredicto imparcial.
Hoy está claro que las políticas fiscal, monetaria y cambiaria deberán cambiar profundamente porque la macro muestra desequilibrios muy marcados e insostenibles. Pero los cambios deberán ser más profundos: habrá que dejar de lado una forma de hacer política económica que privilegia la intervención discrecional por sobre las reglas, y el gasto de consumo antes que la producción. Deberá lograrse un consenso multisectorial con un marco de normativas concretas que dé señales claras sobre las nuevas reglas de juego para que todos los argentinos sepan que sucederá con sus ingresos, sus impuestos, sus ahorros y sus gastos. Las señales deben ser inmediatas y claras para alinear las expectativas, despejar inquietudes y generar confianza.
La dificultad se concentra en cómo articular estas señales. La implementación de políticas de estabilización es un arte más que una ciencia, ya que surgirán múltiples tensiones entre el qué hacer y el cómo hacerlo, dada la complejidad de la tarea y de las condiciones políticas y sociales.
El desafío no es corregir un cierto desajuste monetario y fiscal. El desafío es introducir políticas para adaptar la estructura económica a las necesidades del crecimiento sostenido. Para ello se deberá conocer el arte de manejar las consecuencias que estos procesos de cambio estructural suelen generar sobre los ingresos relativos de empresas, trabajadores y Estado. Claro que si el orfebre logra este objetivo, los beneficios pueden ser extraordinarios: una economía que se libera de sus restricciones siempre genera oportunidades de rentabilidad únicas. Y eso es, justamente, lo que se necesita para invertir, crecer y generar empleo.