Daniel Scioli está todavía peleando el balotaje. Sus posibilidades de victoria seguirán intactas hasta el domingo que viene por la noche. Pero el kirchnerismo en el poder, la fuerza política más visible que dice acompañarlo, no estaría dejando escapar buenas sensaciones. Aparecen preocupados antes por atrincherarse en el Estado para resistir la hipotética llegada de Mauricio Macri que en tenderle en la campaña una mano verdadera al candidato K. Al gobernador de Buenos Aires, de a ratos, lo invade la confusión.
Ese estado de ánimo acostumbra a profundizarse cuando del otro lado del teléfono suena la voz de Cristina Fernández. La Presidenta se apartó la semana pasada de la escena pública aunque se comunicó en más de una ocasión con Scioli. “Decime si necesitás algo, Daniel”, le requirió escuetamente todas las veces. El candidato agradeció siempre el gesto pero nunca le solicitó nada. Pese a que entre sus apuntes figuran decenas de sugerencias hechas por sus principales asesores. ¿Cuáles? Que Cristina mantenga la prescindencia de los últimos días. Que inste a Aníbal Fernández a cerrar su boca. Que le pida a Axel Kicillof evitar participar de asambleas barriales, en las cuales suelta la lengua como si fuera delegado estudiantil y no ministro de Economía de un Gobierno que está por cesar.
A Scioli, cualquiera de esos requerimientos a Cristina le hubieran parecido una impertinencia. Hace días, en una entrevista por TV, le hicieron una pregunta sobre la situación judicial de Amado Boudou. Pudo haberse lucido, pero no se animó. Esa limitación serviría, en gran parte, para explicar el sesgo kirchnerizante que aplicó a su campaña luego de las elecciones del 25 de octubre. Hizo exactamente lo contrario a lo que tantas veces planificó entre sus íntimos y divulgó frente a los periodistas. Sólo han quedado las cenizas de la prometida diferenciación. También del pomposo anuncio sobre que sería “más Scioli que nunca”. Este asemeja hoy en la piel y en las palabras a un dirigente bien distinto al que empezó a forjar en los 90.
Su mayor obstáculo, entonces, es Cristina. Aunque no el único. El candidato supuso que después de la derrota en Buenos Aires el jefe de Gabinete se llamaría a sosiego. Todo lo contrario. No hay jornada en que Aníbal no meta su dedo en la campaña. Nunca para ayudarlo. Su sola participación no significa una señal auspiciosa para una sociedad que, en Buenos Aires, hizo malabares electorales para sacárselo de encima y coronar a María Eugenia Vidal. Un ministro del Gobierno, que nadie sabe si lo seguirá siendo hasta el 10 de diciembre, aporta su interpretación: “Lo único que no quiere Aníbal es quedar como el padre de la derrota. Sería así, sin dudas, si Scioli ganara el balotaje. Prefiere que todos pierdan”, conjeturó. Habría, además, algo de sed de revancha. El jefe de Gabinete está convencido de que el gobernador colaboró en la denuncia que lo pegó al narcotráfico.
Importantes autoridades kirchneristas en la maquinaria de poder también abrieron sus paraguas. Como presagiando un infortunado desenlace. La procuradora general, Alejandra Gils Carbó, anunció que de triunfar Macri seguiría en su cargo. ¿Hacía falta esa aclaración a una semana de la ronda decisiva? ¿No estaría transmitiendo con anticipación la idea de un repliegue? La mujer se ocupó de cosechar ciertos apoyos internacionales y reclama, con buenas y malas artes, la colaboración de los fiscales. Allí también hay una grieta. Incluso en Justicia Legítima se registra alguna reticencia para participar de la batalla a la que estaría convocando Gils Carbó. Está claro que será así. El senador Ernesto Sanz, que sería ministro de Justicia en un supuesto gobierno macrista, le anticipó el pedido de renuncia. La diputada del PRO, Laura Alonso, comunicó que le solicitará juicio político. Una tarea ímproba porque se demandan los dos tercios de ambas Cámaras que la alianza Cambiemos no tendría.
Alejandro Vanoli se sumó al mismo coro. El titular del Banco Central anunció su continuidad aún con Macri. Pero ni siquiera se privó de cuestionar al equipo de economistas que asesora al líder del PRO. Vanoli fue imputado por un fiscal (Eduardo Taiano) por supuesta defraudación por operaciones millonarias en el mercado con un dólar a futuro boyando en los 10 pesos. No para de seguir cavando una trinchera: completó el directorio del Central con designaciones de economistas, en general, afines a Kicillof.
Martín Sabbatella, el fracasado ladero de fórmula de Aníbal en Buenos Aires, también dijo que está dispuesto a continuar con el timón de la AFSCA. Se trata del organismo que regula el funcionamiento de los medios de comunicación. Juan Martín Mena, el segundo de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), aseguró que tiene estabilidad por cuatro años. No parece dispuesto a imitar a su jefe, Oscar Parrilli, que prometió que su función concluirá el mismo día que Cristina diga adiós. La AFI se ha convertido en un refugio del camporismo. Hacia allí convergen militantes precarizados ahora en la Cancillería, en el Ministerio de Justicia y en Tecnópolis. Todo se haría atolondradamente, a modo de desbande. Presumiendo una derrota electoral que no está. Pero que lijaría en plena campaña el espíritu sciolista.
Tal vez ese clima haya incidido para encontrar a Scioli a la intemperie cuando la Corte Suprema lanzó otro sablazo. La semana anterior fue la inconstitucionalidad de la Ley de Subrogancias que desbarató, en buena proporción, el intento kirchnerista de colonizar el Poder Judicial con magistrados propios. Ahora tres de los jueces (Ricardo Lorenzetti, Carlos Fayt y Juan Carlos Maqueda) fallaron para que YPF haga públicas las cláusulas secretas del convenio firmado con la estadounidense Chevrón para la exploración hidrocarburífera de Vaca Muerta.
El candidato K cuestionó la decisión repitiendo argumentos de Aníbal Fernández. Que tal exigencia sería similar a que se le pidiera a Coca Cola que revelara la fórmula de su bebida famosa. No reparó en una cuestión elemental. El máximo Tribunal se pronunció sobre un acuerdo rubricado por una empresa (YPF) que se supone estatal. Financiado, además, con fondos públicos. Ejecutado discrecionalmente, sin llamado a licitación. El equívoco no se detuvo allí. Quiso vincular la decisión de los jueces con una presunta maniobra macrista. Olvidó que Macri miró algún tiempo con afecto la continuidad de Miguel Galuccio en la petrolera. Ya no. Cuando Scioli pretendió corregirlo sonó tarde.
Aquel acuerdo –vale memorarlo– provocó un enorme revuelo político. A tal punto que Cristina resolvió convalidarlo –y cubrirse– con sus estrictas mayorías parlamentarias. Un mecanismo que puso en práctica ante cada tema de alta sensibilidad: entre varios, la estatización de Ci-ccone, que involucra a Boudou, el acuerdo con Repsol por la expropiacion de YPF y el Memorándum de Entendimiento con Irán.
Aquel hermetismo sobre Chevrón resultó tan impenetrable que hasta el gobernador de Neuquén (donde está el yacimiento), Jorge Sapag, confesó desconocer las cláusulas pese a haber participado en las tratativas. Hasta ahora trascendieron apenas dos aspectos del pacto sobre el cual la Corte Suprema obliga a echar luz. La primera: en caso de algún incumplimiento o diferendo, la ley aplicable del convenio no sería la de la Argentina sino la que rige en Nueva York. La segunda: frente a un eventual desacuerdo se daría intervención a la Corte Internacional de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional (CCI), con sede en Francia. Es decir, lejos de la jurisdicción nacional. Dos aspectos que el kirchnerismo siempre se encargó de agitar como críticas a los canjes de la deuda externa, que tiene todavía como lastre el conflicto con los fondos buitre.
Aquel fallo de la Corte Suprema podría desatar a futuro otros nudos. ¿Por qué tampoco nunca se ventilaron las cláusulas del acuerdo con Repsol, más allá de la suma (US$ 5.000 millones) que se abonó a modo de compensación por la estatización de YPF?. Se trata de un interrogante lógico. La oposición en el Congreso habría empezado a hurgar también en esa cuestión hasta ahora blindada. Estaría con voluntad de repetir, tal vez, el recorrido redituable realizado por el senador socialista, Rubén Giustiniani, sobre Chevrón.
Scioli parece condenado a enfrentar en este tramo crucial de la campaña dilemas mucho más complejos de saldar que los que aguardan a Macri. El principal sería el de ser el candidato no querido de un Gobierno que, según se advirtió en las elecciones, ha derramado fatiga y fastidio sobre una mayoría de la sociedad. Ese malhumor global podría considerarse quizás determinante para la definición del balotaje, por encima de las discusiones ideológicas, políticas y económicas.
Macri intenta exprimir en su favor ese estado de ánimo. Reitera invocaciones a la unidad, al diálogo, a la convivencia. Hasta se atreve a hablarle a los votantes de su adversario. Ha corrido de la primera línea a sus economistas para evitar que cualquier descuido o malentendido pueda provocarle algún trastorno inesperado.
Scioli se esfuerza en la búsqueda de permanentes equilibrios. No siempre los consigue. Se ha mostrado en las publicidades como un hombre abierto a los demás. Recogió, incluso, propuestas de Sergio Massa. Pero a la vez asocia a Macri únicamente con el diablo. Y advierte sobre un diluvio si gana el ingeniero. Promete para el debate de hoy con su rival más agresividad y energía. Habrá que ver en qué dosis. De eso dependerá que no quede emparentado con el rasgo kirchnerista más refractario.