La corrupción está sometida a una lógica cíclica. En las fases de alza del ciclo, cuando todavía impera su fase ascendente, cuando las energías aún frescas parecen dominarlo todo, el ciclo renace con una fuerza al parecer incontenible y la impresión es que se lleva todo por delante. Pero después del mediodía las sombras se alargan y aparecen los primeros síntomas del desgaste. Los ciclos, como los hombres, son mortales. Nacen, crecen y, finalmente, mueren.
Para evaluar una política, por lo tanto, es importante advertir en qué fase
del ciclo se encuentra. ¿Asciende o desciende? ¿Crece o decrece? Las respuestas
dependerán de la fase que corresponda. No se puede aplicar a un ciclo una fase
inadecuada. En fases de auge, el optimismo acierta; en fases agónicas, prevalece
la cautela.
Es evidente, a partir de estas distinciones, que el ciclo de Cristina Kirchner ya ha iniciado su fase terminal. Con el agravante de que no parece haber previsto cómo termina y no ha previsto, además, quiénes la podrían suceder. Su concentración en el hoy del poder no le dejó tiempo para pensar en su heredero.
La discontinuidad inevitable de las sucesiones ha sufrido diversas
alteraciones. La primera y más estrecha fue la sucesión familiar. Pero los hijos
no son siempre brillantes. Si no recae en ellos la sucesión familiar, queda el
recurso de apelar fuera de los límites familiares hasta que aparezca el
candidato triunfante. Cuanto más se abra el límite de la sucesión, más incierta
será ella, aunque también podrían acrecentarse, por contrario imperio, las
posibilidades de éxito de los que en principio quedaban afuera.
Como se ve, pues, cerrada o abierta, intrafamiliar o no, la sucesión siempre ha puesto a prueba la continuidad de los regímenes políticos. Es que, en tanto que los regímenes pueden parecer inmortales, es evidente que los hombres nunca lo serán. Finalmente, lo que ha prevalecido en materia de sucesión es que ella se abra al infinito, hasta alcanzar a todos los ciudadanos en condiciones de votar, de elegir y de ser elegidos.
En una punta tenemos, pues, la sucesión cerrada dentro del propio círculo
familiar. En la otra, tenemos una sucesión tan abierta que no excluye a ningún
ciudadano en condiciones de votar. A lo largo de los siglos se ha impuesto la
sucesión democrática plena; la más amplia posible. Todos los ciudadanos y todas
las ciudadanas son elegibles. Todos están en condiciones de votar y de ser
votados, sin distinciones. Así se cumplió la visión profética de Napoleón cuando
dijo que, en una revolución, todo soldado lleva en su mochila el bastón del
mariscal.
Lo que ha contribuido a la complejidad del tema es que en tiempos revolucionarios cambian las reglas de la lucha por el poder. En los regímenes estables, bien afianzados, la vía hacia el poder se parece a una ancha avenida bien iluminada. En medio de ella, no se esperan sorpresas. En medio de una revolución, en cambio, hasta las reglas de acceso al poder se vuelven inciertas. Los triunfadores serán aquí, por consiguiente, los menos pensados.
La conquista del poder se vuelve, en estas condiciones, una caja de sorpresas. Las cualidades que hay que mostrar para prevalecer son opuestas, en cierto modo, a las de los tiempos normales. He aquí el clima donde sucumben los rutinarios y son capaces de triunfar los apostadores, los audaces y los visionarios.
Pero esta lista de los exitosos no es necesariamente negativa. Entre los audaces cuyas posibilidades de triunfar han aumentado se cuentan sin duda muchos aventureros e irresponsables, pero también hubo auténticos héroes en la lucha por la independencia y la libertad. ¿Cómo distinguirlos, cómo reagruparlos?
Habría que recordar aquí la parábola evangélica del trigo y la cizaña. Con el tiempo, la historia ha sabido distinguir entre héroes y villanos. Si le damos un tiempo suficiente para madurar, las cuentas esclarecen. Hubo en nuestra historia, por cierto, ejemplos encontrados. Poco a poco, sin embargo, el tiempo le ha ido dando a cada caso su dimensión cabal. Sólo hay que esperar.