¿Cuánta dependencia del Estado, cuánto clientelismo disfrazado de ayuda social, cuánto empleo público y cuánta limosna oficial se necesitan exactamente para ganar las elecciones siguientes y seguir gobernando? ¿Cuánta degradación de las instituciones es suficiente para que la mayoría de la sociedad ponga un límite a semejante estado de cosas?
Entre 15 y 18 millones de argentinos dependen de alguna manera del Estado. Del nacional, provincial o municipal. Dependen del Estado para cobrar planes sociales, pensiones, jubilaciones o el recibo de sueldo correspondiente a su trabajo. Esta cifra explica, en parte, por qué sigue ganando el Frente para la Victoria en provincias como Tucumán, Jujuy o Formosa. ¿Son la mayoría de estos argentinos rehenes o cautivos de los oficialismos de turno? ¿No les importan el maltrato, los abusos y las mentiras porque lo único que desean es llegar a fin de mes? ¿No les pega en la boca del estómago, por ejemplo, que los señores feudales de la provincia de Formosa insulten de arriba abajo a un ídolo popular como Carlos Tevez sólo porque se atrevió a decir que lo impactó la enorme desigualdad que vio en esa provincia? ¿Cuánto tiempo más los progresistas e intelectuales que apoyan a este gobierno van a seguir manteniendo su silencio cómplice frente a los gravísimos casos de corrupción, la desigualdad y la miseria en buena parte del Norte argentino y en las intendencias obscenas de los barones del conurbano, que siguen atornillados al poder desde hace más de 20 años? ¿Lo que está sucediendo ahora mismo, en términos generales, no es lo mismo que pasaba en los años 90, cuando la mayoría del periodismo honrado salió a investigar el brutal asesinato de María Soledad Morales? ¿No era también todo el contexto político y social que rodeó aquel emblemático caso lo que debía terminarse de una vez? ¿Qué diferencia verdadera hay entre los que mandan ahora con los que gobernaban en aquellos años? ¿O se toleran porque antes eran aliados de Carlos Menem y ahora lo son de Cristina Fernández? ¿La diferencia es que uno es "lo peor de la derecha" y la otra "tiene a los pibes para la liberación"? ¿Cuál será el argumento que lo justifica? ¿Que en Jujuy, ahora, además del eterno Eduardo Fellner, tienen como socia a Milagro Sala, cuyas prácticas de conducción son tan autoritarias y abusivas como las de cualquier caudillo del Norte? ¿Hay una corrupción inaceptable y otra que se puede justificar? ¿Es inadmisible la condena por coimas al ex titular de la Casa de la Moneda, el hombre de Carlos Menem, Armando Gostanian, pero se le pueden "aguantar los trapos" al vicepresidente Amado Boudou, sólo porque lo eligió Cristina? ¿Hay votos en cadena o destrucción de telegramas y de urnas condenables y otras que se deben soportar o tragar, como si fueran sapos?
Es difícil saber cuánto tiempo se puede prolongar este clima político enrarecido. Es difícil predecir si la mitad del país más o menos informado se sentirá inquieta por las protestas de los tucumanos que no se resignan a que les roben sus votos. O si a la otra mitad le alcanzará con decirse que se trata de un complot del Grupo Clarín para desestabilizar al gobierno nacional o perjudicar las chances del candidato a presidente del Frente para la Victoria, Daniel Scioli.
Hay un cóctel de ingredientes aparentemente inconexos que podrían ayudar a explicar el presente estado de las cosas. Uno, sin dudas, es que estamos en el medio de una campaña electoral larga, extenuante, desgastante, compleja y de resultado todavía incierto. Estamos metidos en un sistema denominado PASO que fue ideado por Néstor Kirchner cuando todavía soñaba con perpetuarse en el poder a través de un esquema que se malogró con su muerte temprana e inesperada. Estamos inmersos en un proceso en el que cada pequeña cosa adquiere un dramatismo notable, porque podría determinar el fin de la carrera y los negocios de miles de dirigentes que hace por lo menos 30 años viven de la política.
Los encuestadores que menos se equivocan coinciden en el diagnóstico del momento. A Scioli todavía le faltarían unos pocos puntos para ganar en primera vuelta. Le adjudican, incluso después de las inundaciones y de su viaje a Italia, una intención de voto muy cercana a los 40 puntos. Su principal competidor, Mauricio Macri, superaría, apenas, los 30. Pero si el gobernador de la provincia de Buenos Aires transcendiera los 40 puntos y el jefe de gobierno de la ciudad no llegara a los 30, el oficialismo ganaría en primera vuelta. Y si Macri lograra reducir la diferencia a menos de 10 puntos y Scioli, al mismo tiempo, no alcanzara los 45 puntos, se debería dirimir la competencia entre los dos en el ballottage de noviembre. El líder del Frente Renovador, Sergio Massa, repetiría, voto más, voto menos, la digna actuación de las primarias y Fernando del Caño, el candidato de la izquierda, sería uno de los mayores tributarios de este clima enrarecido, con una intención de voto de entre 7 y 8 puntos.
Macri, Massa y Margarita Stolbizer se acordaron tarde de instalar en los medios la potente idea de que en este contexto de diferencias mínimas, cada voto tiene un valor superlativo y puede cambiar el signo del gobierno que llegue. Los equipos de campaña de Cambiemos y del Frente Renovador se dieron cuenta, esta semana, de que para arrebatarle el poder al oficialismo necesitan mucho más que llegar con lo justo. Necesitan algo más que miles de fiscales en cada rincón de la Argentina. Precisan un cambio de clima parecido al que llevó a Raúl Alfonsín a superar a Ítalo Lúder por una diferencia de casi 12 puntos.
Éste es un momento crucial. Puede terminar definiendo el contexto político, económico, social y cultural del país de los próximos años. Si la oposición no gana ahora mismo el debate para colocar a la opinión pública de su lado habrá perdido una oportunidad única. ¿Hay tiempo y masa crítica para modificar el sistema electoral y votar con más trasparencia el próximo 29 de octubre o hay que aguantarse y fiscalizar como se pueda, y resignarse a perder por la mínima diferencia? Para ganarle al peronismo ya no basta con lograr más votos. Ahora Macri, Massa y el resto de la oposición tienen que mostrar tanta o más vocación de poder que la que poseen Cristina Fernández o Daniel Scioli.