A partir de ahora, al contrario, podrá ganar el candidato que haya obtenido la delantera después de un debate regulado mediante condiciones parejas para todos los competidores. Quizá se haya instalado entre nosotros, dicho de otro modo, una cultura del debate.
Ahora, ¿qué significa, al fin y al cabo, debatir? ¿Que los contendientes deberán exponer sus argumentos delante de un jurado imparcial, para que éste decida quién merece la victoria?
En una cultura del debate, el vencedor resulta de haber exhibido argumentos superiores delante de una mesa examinadora que, en principio, no se inclinaba por ninguno de los pretendientes. Ésta es, en definitiva, la legitimidad del vencedor.
¿Pero de dónde deriva la legitimidad del vencedor? De que ha sido capaz de mostrar cierta superioridad sobre sus adversarios a través de la discusión. De que ha probado, delante de ellos, en cierto modo, ser el mejor. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de esta superioridad? Que el jurado, es decir, el ciudadano, al decidir su voto, actúa en representación de la audiencia. Es en nombre de ella, en efecto, que reclama su título para decidir.
Luego, establecido por mayoría un ganador, queda sin embargo una cuestión sin decidir: qué papel juegan en este esquema las minorías. En una democracia igualitaria, ¿qué rol les dejaremos a las minorías?
En este punto irrumpe otro concepto: el de la representación proporcional. Si tres quintos se inclinan en un sentido y dos tercios en otro sentido, ¿a quién le daremos la razón? ¿Cómo la distribuiremos? ¿Hay una mayoría más "mayoritaria" que otras? ¿Cómo conciliar, en circunstancias como ésta, "mayoría" y "razón"?
Aquí arribamos a otra dificultad: ¿es posible reducir la cuestión de la verdad a un cálculo matemático? ¿Puede tener alguien, por ejemplo, dos tercios de la razón? Esto es factible, por ejemplo, en las asambleas, de acuerdo con el principio que atribuye a cada votante un voto. Pero esta cuenta ¿revela acaso un criterio de verdad o mide una simple relación de fuerzas que puede no tener nada que ver con el error o la verdad? ¿Es posible reducir, en última instancia, la filosofía a las matemáticas?
Para complicar aún más la cuestión, ¿qué pasaría si agregáramos a nuestros razonamientos el calor de la pasión? Una persona muy convencida de sus razones ¿está más cerca de la verdad que otra tibia o indiferente? ¿O su fanatismo le juega, al revés, en contra?
Que la cuestión de la verdad es ardua lo prueba la historia. En nombre de la verdad se han movilizado ejércitos y ha rugido, una y mil veces, el cañón. ¿Quién ha podido afirmar de buena fe, sin embargo, que ganó porque tenía razón?
El hecho de que alguien haya vencido ¿es un título que indica que tenía razón? ¿O el éxito indica que intervinieron otras razones? Si a cualquiera de nosotros nos dieran a elegir entre el éxito y la razón, ¿de qué lado nos pondríamos?
Al ser humano lo movilizan a veces razones contradictorias. Cuando le preguntaron a Alejandro Magno a quién dejaría su reino, contestó: "Al más fuerte". Pero son varios los sentimientos que compiten dentro de nosotros mismos por saber cuál es el más fuerte. Una pasión sobresale sobre otras. Otra pasión se subordina a las demás. El hombre, en definitiva, es un misterio para él mismo, un misterio hasta la hora de la prueba. Soy hasta que debo resolver. Un ser complejo, por lo pronto, para sí mismo.
"El hombre, ese desconocido", escribió Alexis Carrell. Un desconocido, por lo pronto, para él mismo. Un desconocido para él mismo que se hace la ilusión de conocer y juzgar a los demás.
Estos razonamientos deberían inclinarnos en dirección del escepticismo. ¿Pero se puede, en rigor, ser escéptico? Aun si nuestra inclinación nos invitara a vivir desde el escepticismo, ¿podríamos convivir con él? ¿O necesitaríamos, aun así, creer en algo que estuviera más allá de él? Al final de estas líneas parece esbozarse otra virtud, la humildad. ¿Somos polvo? Quisimos ser dioses, dice la Biblia, y por eso nos expulsaron del paraíso. La vida del hombre sobre la Tierra es, en suma, un largo aprendizaje que sólo es posible medir a partir de lo que nos propuso el teólogo Ratzinger: la infinita paciencia de Dios.