Hay quienes empiezan a rumiar, dentro del universo K más selecto, que el relato siempre escapista de Axel Kicillof resulta inoperante y que huele a recurso demasiado gastado seguir descargando culpas sobre el mundo o liar a los economistas de la oposición con los 90. Hechos en sordina, para evitar el rayo de la Presidenta, los comentarios reflejan algo evidente: que los problemas reales ya no pueden ser encubiertos con palabras.
Concretamente, el planteo pretende acciones efectivas para impedir que la economía se cuele de la peor manera en el territorio de la política, que pase a ser un contrapeso en lugar de empujar las chances electorales del oficialismo.
En este clima interior bastante poco propicio, el ministro habló de regular los alquileres y de difundir la lista de trabajadores alcanzados por el Impuesto a las Ganancias. Fueron declaraciones servidas en bandeja a la oposición, que Kicillof debió corregir seguramente por orden de Cristina Kirchner. Dislate sobre dislate, el candidato a diputado que lleva el sello del Frente para la Victoria dijo: “Lo de regular los alquileres es una taradez y lo de Ganancias fue un chiste”.
Kicillof puede aferrarse a la crisis brasileña, al derrumbe de la soja y a otras turbulencias para machacar con la cantinela de que el mundo se nos vino encima. Pero no son de afuera sino enteramente suyos el desconcierto, la imprevisión y la falta de respuestas a tiempo y apropiadas.
En lo que va del año, el real ha caído 29% contra el dólar. Pero eso no es de ahora: acumula 51% desde mediados de 2014.
Según estimaciones privadas muy recientes, este año la economía brasileña retrocedería 1,45 %, quizás 1,7%; en cualquier caso, la peor performance en dos décadas. Tampoco hay aquí ninguna novedad: viene de crecer apenas 0,1% en 2014, nada en realidad, y las proyecciones para 2016 dan 0,7% o directamente un cero redondo.
Nadie ignora que la suma de devaluación del real, recesión y retraso cambiario argentino pega de plano en las exportaciones al mayor mercado del país. Con mucho de producción automotriz adentro, hacia allí va casi la mitad de todos los bienes industriales que se le venden al mundo. Y va cada vez menos: en el primer semestre las manufacturas fabriles que salieron hacia el otro lado de la frontera –químicos, plásticos y maquinarias, además de autos y autopartes– registraron una caída del 27% respecto del mismo período de 2014 y del 60% contra 2012.
Es la Brasil dependencia, un efecto directo de la falta de competitividad de la industria nacional para penetrar en otros lugares, que también puede ser llamado inoperancia. Porque ahí tampoco existe nada nuevo.
Una historia semejante asoma en la guerra de monedas.
Por culpa de un dólar que en los últimos doce meses ha avanzado alrededor del 20% frente a las principales divisas, o por decisiones de los gobiernos, no sólo el real se ha devaluado fuerte. También, entre otros, el euro, el yen, el peso chileno, el colombiano y el uruguayo: algunos hasta el 30%; todos arriba del 14%.
El peso argentino anotó un 12%, pero salta una diferencia grande cuando se amplía el cuadro: casi ningún país tiene una inflación siquiera parecida al 25% anual de la Argentina o, lo que es lo mismo, costos de producción que aumentan al 25%. Encima, la brecha crece año tras año.
Hay un dato común en la guerra de monedas: la búsqueda de mercados o el interés de no perder mercados; a menudo para paliar bajones en la demanda interna y protegerse de las importaciones. Y otro propio: que eso pasa con competidores de la Argentina y justo allí donde debieran entrar exportaciones argentinas.
Está claro que el tipo de cambio no resuelve todo y que el desarrollo de capacidades productivas constituye un dato crucial, pero el hecho concreto es que la mayoría de los países ha resuelto no quedarse atrás en la carrera. La puja continuará y la Argentina, siempre atascada en el corto plazo, seguirá mirando desde la tribuna.
La turbulencia financiera china suma incertidumbre a un panorama cargado de incertidumbres. Y la perspectiva de que Estados Unidos aumente las tasas le pone más pimienta todavía, porque podría acrecentar el interés por el dólar, encarecer el crédito externo y correr el dial ya bastante corrido de las inversiones.
En medio de semejante barullo entra la soja aunque mejor sería decir una soja dependencia tan grande que, atado al carro de un reducido número de productos, va el 30% de las exportaciones. Puesto en divisas contantes y sonantes, durante la gestión de Cristina Kirchner ese tercio significaría nada menos que US$ 177.500 millones. Transformado en ingresos fiscales, alrededor de US$ 62.000 millones.
Casi ni hace falta agregar que fue un fallido enorme llamarle yuyito a lo que sostiene buena parte de la estructura económica, abastece de reservas al Banco Central como ningún otro producto y financia el notable desbalance del comercio exterior de bienes industriales.
Es verdad que ese viento de cola ya no sopla igual y lo es, también, que todavía sopla bastante. La soja cotiza lejos del récord de 650 dólares de septiembre de 2012, pero los actuales 363 superan en 78% al precio que había cuando asumió Néstor Kirchner y en 116% al de los tiempos de la Alianza.
El Gobierno no dejó de comer de ese plato, pese a que una luz amarilla aconsejaba tomar recaudos: la soja ya había salido de la zona de los 400 dólares en septiembre de 2014, casi un año atrás. No es justo pedirle a un solo sector que haga aquello que otros no hacen y que debieran mirar simplemente la tendencia, una herramienta económica de manual básico.
Y si el combo completo sacude el valor de un producto donde el país tiene grandes ventajas competitivas, ni qué hablar de las exportaciones regionales y de las industriales. Tampoco puede extrañar que la cadena de desajustes se proyecte sobre las actividades conexas, como el comercio, y baje al mercado laboral.
“No hay problemas con la balanza comercial”, ha dicho Kicillof, como si desconociera que las estadísticas oficiales cantan que el superávit viene en picada desde 2012 y que si todavía no ha desaparecido es gracias al corset sobre la importaciones.
La notoria debilidad de la única fuente de divisas genuinas implica menor poder de compra y equivale, también, a menor capacidad de pago de la deuda. Lo sabe de sobra el jefe del Banco Central, Alejandro Vanoli, forzado a seguir hora a hora el stock de reservas y a pedir instrucciones sobre a quiénes les entrega dólares y cuáles deben esperar. Y se ve clarísimo en la cantidad de yuanes chinos que van acumulándose, nada gratuitos por cierto.
Vuelta al comienzo. Si, como es obvio, la Argentina carece de fuerzas para torcer el mundo, existe en cambio la posibilidad de tomar medidas a tiempo para no consumirse una montaña de soja dólares ni dejar exhausta la caja del Central.
Conclusión a cargo de un analista: “Podrán llamarlo como quieran, pero el paralelo y los movimientos cambiarios son, al fin, la parte visible del iceberg”.