El agotamiento del modelo basado en el consumo se manifiesta de diversas maneras. Fundamentalmente en la inflación, que a pesar de la recesión de la segunda mitad del año pasado no bajó del 25%. También en el déficit fiscal, que se ha acelerado significativamente en los últimos meses y está acercándose al 7% del PBI, cuando se lo mide correctamente.
El consumo, sin la contrapartida en la inversión, nos llevó a consumir diversos stocks. Las reservas internacionales bajaron en casi 30.000 millones de dólares, obligaron a imponer el cepo cambiario y las restricciones a las importaciones. También -además del crecimiento de la deuda interna- nos consumimos las reservas energéticas y hasta hemos visto caer el stock ganadero en más de 12 millones de cabezas.
Como consecuencia de la inflación, hoy el peso argentino es la moneda más apreciada de la región. No sólo está apreciada frente al dólar, sino que está mucho más apreciada aún frente a los países con los cuales comerciamos, cuyas monedas se devaluaron en términos reales frente al dólar. Este fenómeno, el atraso cambiario, está asfixiando a las economías regionales y a muchas actividades exportadoras que además sufren la caída de los precios de sus productos en el exterior y una tremenda presión tributaria.
En circunstancias políticas normales, esta situación hubiera generado un proceso de huida de capitales, aceleración inflacionaria, recesión y volatilidad cambiaria. La única explicación de que esto no sucediera es que prevalece la expectativa de que a fines de año se producirá un recambio político que dará lugar a una mejor política económica. Se comprobó en estos días que la sospecha de que el candidato oficialista no generaría un cambio en la política económica alteró la calma cambiaria y el dólar en el mercado blue subió un peso.
No es cierto que el próximo gobierno enfrentará una opción entre gradualismo y shock. Habrá gradualismo o shock en la medida en que la situación lo permita. La verdadera opción será entre continuar con el ajuste o provocar un shock de confianza que permita evitar un mayor ajuste.
Es necesario aclarar qué significan estas palabras. Ajuste no es subir las tarifas eléctricas que pagan los porteños más ricos; eso es justicia, no ajuste. Ajuste es cargar a los más desprotegidos con el peso del retorno a los equilibrios macroeconómicos, o sea una caída del salario real. Esto es lo que sucedió en los últimos 18 meses, en los cuales, gradualmente, fueron cayendo los ingresos, las jubilaciones y se fue destruyendo empleo privado. También es ajuste, con shock, cuando se implementa una megadevaluación, como proponen algunos economistas.
Y cuando decimos shock de confianza no nos referimos a la confianza de los inversores financieros del exterior o a los especuladores locales. La confianza que se necesita es la de los empresarios, grandes o chicos, del agro, del comercio o de la industria, que tienen que decidir invertir productivamente y generar empleo. Ése es el comportamiento clave que necesitamos provocar: que los empresarios estén dispuestos a invertir en la creación y/o ampliación de sus empresas.
Actualmente estamos en un ajuste gradualista, que no estalla porque hay expectativas de cambio en diciembre. Esto podría continuar durante unos meses en el próximo año, pero cuando se desinfle la expectativa de un retorno a los equilibrios macro, como los tuvimos entre 2003 y 2007, seguramente el país acelerará su ritmo de deterioro y nos acercaremos a un shock de ajuste. Esto significaría un costo social, que sería éticamente inaceptable y políticamente muy peligroso, especialmente con el sindicalismo en la oposición. Me atrevo a decir que éste sería el escenario que Cristina Fernández prefiere para ampliar sus posibilidades de retorno a partir de 2017.
A diferencia de la crisis de 1989 y 2001, esta vez es posible evitar ese ajuste y construir un gran shock de confianza que permita recuperar los equilibrios macroeconómicos sin bajar el salario real ni reducir las conquistas sociales logradas en los últimos 10 años. Se trata de poner la inversión como locomotora del crecimiento en la próxima década, en reemplazo del consumo, que pasa a ser la consecuencia y no la causa del funcionamiento económico.
Pero para que sobrevenga una ola de inversiones privadas, tanto de argentinos como de extranjeros, tiene que cambiarse la actitud del empresariado y crear las condiciones para que no sólo quieran invertir, sino que se vean obligados a invertir para que sus empresas sobrevivan. El shock de confianza tiene varios pilares que se deberían plantear de entrada. Entre ellos, anunciar una política de estabilización macroeconómica basada en metas de inflación que sean prudentes, muy graduales y realistas. Para hacerlas creíbles se debería crear un Consejo Económico y Social, con participación de empresas y sindicatos. El cumplimiento de las metas debería ser monitoreado públicamente por el BCRA. Con las metas fijadas se debería ir reduciendo gradualmente el gasto público, eliminar los subsidios que beneficien al 20% más rico de la población y analizar el resto del gasto, para terminar con el clientelismo y la corrupción. El crecimiento del empleo privado debería permitir una reducción del empleo público, que creció 60% en los últimos 10 años.
También se debe volver a los mercados financieros internacionales a partir de un arreglo con los acreedores holdouts. Es imprescindible negociar con firmeza pero con realismo para alcanzar un buen arreglo que permita acceder a nuevo endeudamiento a tasas de interés mucho más bajas. Levantar las restricciones a las exportaciones (ROE) será necesario para hacer más rentables esas actividades. Y también a las importaciones, para alentar la producción industrial que hoy es dependiente de esos insumos. Habrá que eliminar hasta 25 puntos todas las retenciones para devolver rentabilidad a las exportaciones y automatizar la devolución del IVA y el pago de reintegros. Habrá que generar un shock institucional que recupere una Justicia independiente, un Indec creíble y un BCRA y una CNV despolitizados. Habrá también que eliminar los controles de precios y la ley de abastecimiento, que sólo sirven para beneficio de los empresarios inescrupulosos y desalientan las inversiones productivas.
En definitiva, de lo que se trata, con estas y otras líneas de acción, es de permitirles a los empresarios recuperar su rentabilidad y competitividad internacional sin reducir los salarios a través de una gran devaluación.
En un contexto de confianza en el funcionamiento de la economía de nuestro país será posible desdoblar temporariamente el mercado cambiario, creando un mercado de cambios para operaciones financieras y turísticas, que flote libremente, con intervención del BCRA, sin restricciones a la venta y compra de divisas. En ese contexto, en este mercado debería haber más oferta que demanda y el precio del dólar debería ir acercándose al oficial, hasta que llegara a un nivel que se pudiera unificar, sin que ello significara una gran devaluación que provocara una caída de los salarios reales y detonara una reacción sindical.
Que un nuevo gobierno pueda generar este shock de confianza no depende sólo de una decisión del Poder Ejecutivo, sino también del acompañamiento que le den las demás fuerzas políticas en el Congreso. Necesitará el apoyo explícito o implícito de los sindicatos y de las entidades empresarias, y la aprobación de la sociedad en su conjunto.
Todo este condicionamiento excede lo puramente económico y justifica preguntarse cuál de los candidatos a presidente está mejor capacitado para implementar este shock de confianza. Ésa es la cuestión.