Con la gira que terminó ayer en Asunción, el Papa acentuó lo que estuvo claro cuando eligió llamarse Francisco: la pretensión de modular la doctrina social de la Iglesia en una reivindicación más extrema de los pobres y excluidos, enmarcada en categorías políticas y económicas afines al populismo.
Las definiciones que formuló el Pontífice sobre el funcionamiento de la vida pública ya habían sido expuestas en varios documentos.
Éstos son: el que escribió, como cardenal, para la reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano en Aparecida, en el año 2007; la exhortación Evangelii Gaudium, de 2013, y la encíclica Laudato si, de mayo pasado. Esa genealogía se remonta a textos de Benedicto XVI y Juan Pablo II. Sin embargo, el viaje por Ecuador, Bolivia y Paraguay abrió una fase más audaz del mensaje de Francisco, por el énfasis que puso en esas afirmaciones, por el contexto en el que las realizó y por los problemas que prefirió disimular.
El sentido de esta visita estaba prefigurado en el itinerario. Bergoglio eligió tres países pobres, con una densa demografía indígena. Nada que sorprenda: es su clásica apuesta a fijar el punto de apoyo en la periferia. La primera vez que salió del Vaticano fue a Lampedusa, la primera vez que salió de Italia viajó a Albania y al Lejano Oriente ingresó por Vietnam. Ecuador, Bolivia y Paraguay comparten, además, una peculiaridad a la que prestó atención el Papa: fueron vencidos en alguna guerra. Ecuador, en la que libró contra Perú; Bolivia, en la del Pacífico, y Paraguay, en la de la Triple Alianza.
Para el análisis político, la escala más relevante fue Bolivia. El discurso del jueves pasado en el II Encuentro de los Movimientos Populares de Santa Cruz de la Sierra fue, acaso, la versión más atrevida de la concepción socioeconómica del Papa de todas las conocidas hasta ahora.
Después de algunas cautelosas aclaraciones, como que la Iglesia carece de una receta para abordar problemas cuya resolución depende de un acuerdo internacional, lanzó un diagnóstico severo: "¿Reconocemos que este sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza? Si es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos? Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra, como decía San Francisco".
Bergoglio no designa al "sistema". Pero es obvio que se trata del capitalismo. Sin embargo, después de su denuncia, se distancia del marxismo: el cambio debe ser un proceso, no "algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se instauró tal o cual estructura social".
La "tercera posición" de Bergoglio suscribe el magisterio de la Iglesia sobre el "destino universal de los bienes" y la superioridad del bien común respecto del beneficio individual. Y también rinde un discreto homenaje a su atracción por el peronismo, que recordó The Economist esta semana al llamarlo "el papa peronista". Es la cuerda que pulsó ayer Cristina Kirchner al regalarle, en una nueva demostración de que para ella el tiempo es circular, recortes periodísticos sobre las oraciones de Pio XII por Eva Perón.
Desde esa plataforma ideológica, la presentación de Santa Cruz de la Sierra tuvo inflexiones que endulzan los oídos de los gobiernos populistas de la región. Por ejemplo, el recurso del colonialismo para explicar los males de América latina. O la referencia a una "monopólica concentración de los medios de comunicación social" que pretende convertir a los países pobres en "piezas de un engranaje gigantesco". En el fondo de esta semblanza opera una impugnación a la globalización, que el Papa identificó en su mensaje en Bolivia con los tratados de libre comercio, los planes de austeridad y, en la línea de Aparecida, con el intento de las instituciones financieras y las empresas transnacionales de subordinar a los Estados a su afán de lucro.
Las palabras de Francisco parecieron más categóricas que en otras ocasiones porque fueron dichas en países donde esas ideas sirven de consigna a gobiernos impugnados por sus prácticas despóticas. Es verdad que el Papa criticó el personalismo en el Ecuador de Correa, quien debió pactar una tregua con sus opositores para recibirlo. En Paraguay censuró la utilización extorsiva de los resortes del Estado y el ideologismo. Y pidió que la justicia se practique con claridad, sin persecuciones. Un detalle que alentó a los directivos de la Asociación de Magistrados argentina, que solicitaron a la Nunciatura una entrevista con Francisco para interesarlo por el avance del kirchnerismo sobre los tribunales.
Más allá de esas alusiones a los desbordes cesaristas, ninguna alocución de Francisco en este viaje alcanzó la claridad de su documento de Aparecida, que manifiesta "preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ideologías que se creían superadas". El apego aristotélico de la retórica eclesiástica al justo medio también faltó en las referencias a la prensa: no hubo una condena rotunda a los ataques a la libertad de expresión que se practican en Ecuador y Bolivia.
La etapa boliviana de la peregrinación también fue relevante por ser la única en la que Francisco impulsó una iniciativa práctica e inmediata. Alentó el diálogo con Chile para que Bolivia obtenga la salida al mar. Esa declaración era previsible. En enero, al salir de Santa Marta, Evo Morales reveló que el Papa le había solicitado los antecedentes del conflicto. Y en mayo pasado, el arzobispo Víctor Fernández, rector de la UCA y representante oficioso de Bergoglio en la Argentina, organizó un seminario para proponer una solución al diferendo. Sin embargo, para el gobierno de Michelle Bachelet la sugerencia del Papa fue recibida como una agresiva sorpresa.
Esa reacción se debe a motivaciones emocionales, diplomáticas y políticas. Para la mayoría de los chilenos no debe haber pesadilla más terrible que ver a un argentino, y nada menos que el Papa, abogar por la pretensión boliviana. Aun cuando Bergoglio vivió entre 1958 y 1960 en Santiago, estudiando arte y literatura. Además, la recomendación de conversar llega cuando Morales llevó la reivindicación de su país al tribunal de La Haya, que Chile no reconoce como legítimo.
Para quienes creen leer debajo del agua, la jugada de Francisco desnuda sus preferencias. Por un lado, su simpatía por Morales, a quien, al conocerlo, le confesó: "Lo sigo desde que comenzó su carrera". Por otro, su desdén por lo que Bachelet representa: una socialista atea, que promovió la despenalización del aborto. Ese proyecto afecta las relaciones de Chile con el Vaticano, como se advirtió en la visita de la presidenta al Papa, el mes pasado: fue recibida por un grupo de militantes católicas que, tendidas sobre el piso, formaban una cruz.
La distinción entre estos dos vínculos es aleccionadora. Para Bergoglio, como para cualquier líder católico o simpatizante peronista, el populismo de Morales es muy distinto de la izquierda laicista de Bachelet. Una diferenciación que el presidente boliviano no percibió o, según obispos de su país, simuló no percibir, cuando le entregó al Papa un crucifijo construido con la hoz y el martillo. Monseñor Diquattro, nuncio en La Paz, debe haberse distraído durante la preparación del viaje. El Papa, más contemplativo que Juan Pablo II con Ernesto Cardenal, agradeció el regalo, pero lo dejó en Bolivia.
Se ve que Morales no siguió a Bergoglio desde que comenzó su carrera. De lo contrario, sabría que su misión como provincial de los jesuitas argentinos fue combatir la asociación entre cristianismo y marxismo, reemplazando la teología de la liberación por otra de la pobreza o del pueblo. Esta doctrina se inspira, entre otros, en Alberto Methol Ferré, filósofo y teólogo uruguayo cuyo discípulo Guzmán Carriquiri es el principal gestor de la pastoral latinoamericana de la Santa Sede. El regreso a América del Sur fue, de algún modo, el regreso a esos orígenes: en todos los países Francisco tuvo entrevistas con jesuitas. Va a ser interesante ver el reencuentro con los del colegio del Salvador, el año próximo o en 2016, en Buenos Aires.
Sería incorrecto acotar el significado de la travesía de Bergoglio al mapa por el que se movió. Su identificación del capitalismo con ajustes y dominación colonial resuena en otros escenarios. El más inmediato es Europa, que tiene la respiración cortada por la negociación con Alexis Tsipras, que confesó pensar "igual que el Papa en muchas cuestiones". Los planteos de Francisco también preparan los que se escucharán en septiembre, cuando visite Cuba y Estados Unidos. En plena campaña electoral, los republicanos se preocupan por su discurso ante el Congreso.
Correa, Morales, también Cristina Kirchner, deben estar agradecidos por una melodía que el Papa interpreta y ellos reconocen. Suena cuando el populismo regional atraviesa un trance infeliz. El propio Bergoglio anunció que no irá a Venezuela mientras Nicolás Maduro no libere a sus presos políticos. Y la tambaleante Dilma Rousseff tuvo que buscar auxilio en las figuras menos esperadas: en su viaje a Estados Unidos, la ex guerrillera se reunió con Kissinger, Murdoch y Condoleezza Rice.
Sin embargo, ninguna geografía ilumina más los movimientos de Francisco que su propia casa. La resistencia a su reforma encarna en los sectores más conservadores de la curia, identificados con la política internacional de Juan Pablo II, el verdugo principal del comunismo. Ésta es la razón por la cual los mensajes del Papa en América latina fueron, quizá, el reverso de los que pronuncia en Roma: los dijo en español, pero, en alguna medida, los pensó en italiano.