"La policía y los jesuitas tienen la virtud de no abandonar jamás ni a sus enemigos ni a sus amigos." La estruendosa gira del papa Francisco por la región y su mano invisible para diseñar el próximo formato político que tendrá la Argentina confirman el célebre aforismo de Balzac. Francisco es propenso a abrazar los populismos latinoamericanos, y esta certeza empírica provoca alegrías en el oficialismo y alergias en la oposición: las dos miradas son parejamente superficiales. Mientras elogia el asistencialismo populista, Bergoglio es capaz también de reclamar bajo las narices de Correa y de Evo Morales que se terminen los personalismos y los liderazgos únicos, y recomendar la libertad para los medios de prensa, las ONG y los intelectuales. Propicia el deshielo con la Cuba de los Castro, pero le demuestra al presidente boliviano que la hoz y el martillo no le caen en gracia. Y eso lo hace el mismo día en que carga duramente contra el capitalismo internacional y la dictadura del dinero. Cuesta entender todavía que no se trata de un zigzag demagógico, sino de una ideología que viene de fábrica. Bergoglio es preperonista: se formó con las encíclicas sociales de León XIII y con una serie de punzantes pensadores socialcristianos. Y luego creyó ver astillas de esos mismos ideales en el hipotético Perón del regreso, aquel león herbívoro que venía a abrazarse con Balbín y que sería estragado por sus propios monstruos de ultraizquierda y ultraderecha, y por los achaques mortales de la edad. La tercera posición, el centrismo popular, ni yanquis ni marxistas. Hoy, para Francisco, el populismo no es un objetivo, sino apenas un punto de partida. Un método de emergencia que han encontrado las sociedades ante situaciones límite, pero que debe ser vigilado para que después no se cristalice y derive en autocracias y dictaduras mal disimuladas y corruptas.
Tal vez quien mejor explique su concepción sea otro jesuita argentino, Rodrigo Zarazaga, cura trajinador de la pobreza y los conurbanos, con posgrados en Harvard y en Berkeley. Asevera Zarazaga que la Argentina necesita una síntesis entre dos variables: justicia social e institucionalismo. Insinúa que la primera sin la segunda es ineficiente y deforme. Y que la segunda sin la primera es una mera cáscara formal. Si la democracia se juega sin reglas, se malogra. Pero si a las instituciones "se las vacía de responsabilidades sociales, una gran parte de la sociedad -aquella conformada por los «perdedores»- permanecerá indiferente a su vulneración". Este modelo híbrido y dual, donde kirchneristas y republicanistas están obligados a acercar posiciones, no sólo explica entonces las andanzas verbales del Papa por América latina; también define la gran novedad de la política local y los silenciosos esfuerzos que la Iglesia viene realizando para que el proyecto de Bergoglio se realice con plenitud en la etapa histórica que se abre.
Los encuestadores, que tienen más predilección por sus investigaciones desprejuiciadas que por las teorías en juego, acuerdan, sin embargo, con que la ciudadanía se encamina hacia un centro consensual por ahora inespecífico, pero antagónico a la cultura rabiosa con barniz ideológico que imperó en la última década. El modelo anfibio que propone la Iglesia de Francisco para cerrar la grieta encaja como un guante en esos requerimientos del inconsciente colectivo. No abandonemos la preocupación social, pero tampoco borremos las normas de la República, y que el diálogo político acabe finalmente con el monólogo. Quienes han visitado estas semanas el Vaticano, y conversado largamente con los principales alfiles del pastor de Santa Marta, traen a Buenos Aires una evaluación cabal sobre los dos líderes que cruzarán espadas en la final de finales: Macri y Scioli. Tanto el alcalde como el gobernador les parecen "potables", aunque los prelados emiten más afinidad por el estilo conservador y previsible del líder naranja. Es que el líder amarillo les parece más laico, sorpresivo y gozador. Ambos encarnan una posición centrista con matices y gradualismos, y con búsqueda de consensos: ni Scioli continuará con el revival del setentismo, ni Macri será el neoliberalismo noventista. Y para pescar votantes en el océano electoral del medio, ambos irán aproximando discursos mientras, paradójicamente, se agreden en público para diferenciarse. Bueno es recordar que, a pesar de tanto ruido y tanta épica, una abrumadora mayoría del pueblo argentino se sigue considerando de centro.
Dos temas les preocupan a los cuadros políticos de Bergoglio: la influencia anticlerical que ambos candidatos tendrán entre sus aliados y, por supuesto, la gobernabilidad que cada coalición podría garantizar. En los dos rubros, Scioli saca alguna ventaja. Piensan que el candidato por el Frente para la Victoria tiene más capacidad para domar a los sectores radicalizados, no sólo por su personalidad, sino por la mismísima dinámica interna del peronismo, que con la caja siempre consigue verticalidad y obediencia. El frente Cambiemos posee, por su parte, dirigentes más reformistas y cuestionadores, y el espíritu horizontal de Pro puede resultar más poroso a sus planteamientos y exigencias. Las alianzas, por otra parte, plantean distintos escenarios. Si Scioli perdiera, el peronismo clásico quedaría muy golpeado y el cristinismo lo convertiría en el mariscal de la derrota, le arrebataría el liderazgo y encabezaría, por oposición, un impiadoso proceso de hostigamiento al "gobierno del cambio". Si Macri perdiera, el peronismo fagocitaría en el poder las divergencias y domesticaría a sus adversarios cristinistas. Aunque tanto el peronismo tradicional como el macrismo y sus socios radicales e independientes podrían, curiosamente, coincidir en emprendimientos y apoyos mutuos, dado que ya no los separan abismos conceptuales. De hecho, las figuras que van consolidándose ante la percepción pública muestran un perfil bastante afín: Urtubey, Perotti, Lifschitz, Schiaretti, Cornejo y Rodríguez Larreta personifican, con sus distintas tonalidades y espacios, un mismo temperamento. Dejan todos ellos la sensación de que el sentido común puede derrotar a la megalomanía.
Tanto las aspiraciones papales como las tendencias del voto sugieren que marchamos hacia una nueva cultura política de convergencia y que podría diluirse por el momento la madre de todas las batallas culturales. Que se inició cuando Cristina Kirchner decretó el "vamos por todo" e intentó sustituir una democracia por otra. Hasta entonces, el kirchnerismo sólo pretendía nacionalizar el proyecto feudal santacruceño; luego cargó contra la democracia republicana fundada en 1983, acusándola implícitamente de ser la culpable de la decadencia nacional. Convenía, por lo tanto, reemplazarla por una democracia populista. Ya sabemos lo que eso significa: el Congreso como escribanía, las leyes a lo guapo, los controles en manos amigas, la colonización de los jueces, el copamiento de la burocracia, la apropiación indebida del Estado. Laclau y los profesores de Carta Abierta le dieron arquitectura intelectual a esta ofensiva inédita que algunos simplificaban como chavización. La batalla de las democracias, que sostendrá Cristina hasta el último día, parece, sin embargo, apagarse. Quienes la libramos vemos surgir ante nosotros algo nuevo, que exige la reconfiguración de la mirada. Francisco es el ideólogo secreto de esa era.