Analizando la historia argentina contemporánea, dos tipos de sucesiones preocupaban a Floria: la de gobiernos militares a civiles y las ocurridas dentro del peronismo. Respecto de éste, sostenía que el problema consistió, desde el principio, en la dificultad de institucionalizar el movimiento, un recurso para alejarlo de la dependencia del líder carismático. Si bien Perón popularizó la frase "la organización vence al tiempo", en los hechos la dificultó, reservándose un protagonismo perdurable. Como afirman Floria y García Belsunce, en el libro La Argentina política. Una nación puesta a prueba, Perón pareció apuntar a la institucionalización a través de la reforma constitucional de 1949, pero la malogró al incluir la cláusula de reelección, que volvía a poner el liderazgo personal por encima de la organización formal.

En este contexto, un párrafo del libro citado adquiere actualidad: "Perón careció siempre de ?delfín y su existencia le hubiera sido intolerable. El paso más aproximado en esta dirección fue su intención de nombrar a Eva Duarte como vicepresidenta, que más que a un sucesor apuntaba, como volvió a ocurrir en 1973, a subrayar el poder del líder a través de la eufónica fórmula Perón-Perón. La ausencia de personalidades de relieve que participaran en forma significativa en el ejercicio del poder obstruyó el camino relevante de todo régimen que quiere serlo: la sucesión eficaz". Los autores argumentan que otro recurso posible de la sucesión, como echar mano "a figuras anodinas que no representaran riesgo alguno a la supremacía del conductor", tuvo "efectos funestos" con el hoy rehabilitado Héctor Cámpora.

Los episodios de la campaña electoral actualizan la centralidad de la sucesión peronista que desvelaba a Floria. La hábil designación, por parte de Cristina Kirchner, de un único candidato oficial a presidente, que amalgama kirchnerismo y peronismo y sella, al menos por un tiempo, las fisuras entre ambos, constituye el hecho político más relevante de la coyuntura. El ejercicio del poder personalizado, que eleva y desecha candidaturas, determina la conformación de las listas y establece la orientación estratégica, reedita la preponderancia del líder sobre la organización. Sus decisiones, adoptadas en un círculo íntimo y familiar, prevalecen sobre la opinión del resto de los integrantes del movimiento. En rigor "se imponen las condiciones de la jefa y no se discute más", como le recordó un ministro obsecuente a otro que ensayó una acotada rebelión.

Sin embargo, estos parecidos en la historia del peronismo no habilitan a sostener que las cosas ocurrirán del mismo modo ahora. Acaso, para evitar simplificaciones, sea útil esbozar algunas novedades e invariantes en el actual proceso de sucesión, comparándolo con los anteriores. Como se planteó, las continuidades parecen claras: liderazgo carismático, ausencia de institucionalización, mecanismo sucesorio familiar trunco, falta de voluntad de tener un delfín. Las novedades, sin embargo, no son menores: la transición peronista ocurrirá en una democracia estabilizada, con una presidenta popular, pero con poder menguante y un eventual sucesor, con grandes posibilidades de ganar y un estilo indisimulablemente distinto. Como señalaron varios analistas, que Cristina haya aceptado a Scioli muestra que su poder, como es lógico en una democracia sin reelección indefinida, ha menguado y debe ser compartido.

Estas condiciones novedosas remiten a otra observación que se ha hecho sobre el peronismo: su aceptación de las reglas de la democracia electoral, que lo diferencia de un movimiento autoritario. Analizando ese aspecto del discurso peronista, Silvia Sigal y Eliseo Verón recurren a lo que Claude Lefort llamó "la invención democrática", según la cual el lugar del poder se convierte, a fin de cuentas, en un sitio vacío, mutable. El sistema democrático, con elecciones periódicas, impide que los gobernantes incorporen el poder, se lo apropien absolutamente, lo colmen. A diferencia del autoritarismo, la democracia siempre termina rehabilitando al otro, se trate de un sucesor impensado o de un líder opositor. Ese es el oxímoron de Cristina: construir enemigos, secretos o explícitos, pero no privarlos de desafiarla y de llevarse una porción del poder por la vía electoral.

En el curso de esa paradójica construcción política, el peronismo alumbró discursos carnívoros y herbívoros, como muestra la evolución del primero al último Perón. ¿Pueden convivir esos discursos en las personas de Cristina y Scioli? ¿Es una transición factible? La sucesión entre ellos, en caso de ganar el oficialismo, resulta un campo abierto a todo tipo de especulaciones e incertidumbres. Afiebra a los fantasiosos, preocupa a los memoriosos. En cualquier caso será una situación nueva, con una vieja acechanza para la estabilidad del sistema: compartir o disputar el poder sin haber institucionalizado el movimiento político que debería sustentarlo.