El contraste puede predecir lo que hará el Gobierno con el reclamo. Nada. La Presidenta cree (y algunas encuestas la avalan) que ella tiene una relación directa con los argentinos que trabajan. Descree, como nadie lo hizo desde el peronismo, de las buenas intenciones de los líderes sindicales. Unos pueden ser comprados o atemorizados. Otros sirven a intereses inconfesables. A los primeros los desprecia; a los otros los ignora. Mañana será otro día y todo se olvidará, parece decir.

Es difícil medir el alcance real de un paro cuando no hubo ninguna clase de transporte público.

Pararon los que quisieron parar, y pararon también los que no tuvieron otro remedio porque carecieron de medios de transporte. El hecho notable de ayer es que los gremios del transporte hayan adherido por segunda vez consecutiva a un paro general. Esos sindicatos son especialmente sensibles a la presión oficial, porque las empresas del transporte son estatales o paraestatales. Aun las privadas reciben subsidios del Estado para poder existir.

Razones no faltan para el malhumor de los trabajadores. El impuesto a las ganancias se convirtió en un gravamen al trabajo, que el oficialismo justifica en la necesidad de financiar los planes sociales. ¿Son los trabajadores entonces los que pagan de su bolsillo la ayuda que el Gobierno distribuye entre los desocupados o entre los más pobres? ¿Qué clase de justicia social es ésa? ¿Adónde van a parar los incalculables recursos que despilfarra el Estado si éste tiene que recurrir al salario de los trabajadores para solventar la ayuda social? El dinero que requieren los planes sociales significa menos del 2 por ciento del gasto del Estado.

El otro conflicto es el que plantean las paritarias. El Gobierno fijó un tope del 27 por ciento para los aumentos salariales. Reconoció, de hecho, que la inflación de este año será de entre el 25 y el 27 por ciento. Y reconoció, al mismo tiempo, la mentira constante de los datos del mentiroso Indec. El 27 por ciento podría ser una cifra más o menos justa según la inflación del año que corre, pero resulta que la inflación de 2014 fue superior a los aumentos pactados. La cifra fijada como tope supone, por lo tanto, una caída del valor del salario. A todo esto, ¿por qué un tope oficial en un supuesto sistema de paritarias libres? Tiene razón Hugo Moyano cuando dice que si es el Gobierno el que terminará disponiendo los aumentos, es mejor que lo haga por decreto.

El tope para el aumento salarial es, de todos modos, un fracaso del Gobierno que éste disimula con dibujos y trampas escondidas en los acuerdos entre empresarios y sindicalistas. Ningún aumento acordado hasta ahora fue, en realidad, del 27 por ciento; todos fueron superiores a esa cifra. El ejemplo de los aceiteros deleita a los gremialistas más duros: consiguieron un aumento del 35 por ciento después de más de 20 días de huelga. Los camioneros, que están por iniciar su paritaria, piden esa misma cifra: el 35 por ciento. Moyano anticipó que no bajará esa pretensión, aunque le cueste a su gremio días de huelgas y de protestas. El núcleo del problema no está, de todos modos, en el volumen de los aumentos salariales. Está en la inflación, que ascendió de nuevo en las últimas semanas. El Gobierno la ignora.

Para peor, Cristina Kirchner dice cosas que estropean todo. No se necesitan palabras agresivas para ser agresivo. El contenido de una declaración puede ser agresivo. ¿De dónde sacó que la pobreza en la Argentina es de menos del 5 por ciento? No lo dijo. El más serio relevamiento sobre la situación social argentina, que lo hace el Observatorio Social de la Universidad Católica, estableció en el 27,8 el nivel de pobreza en el país. Axel Kicillof dijo en su momento que medir la pobreza es estigmatizar a los pobres. Mucho peor es ignorarlos.

Cabe preguntarse si la Presidenta gobierna con esa clase de información, que es falsa a todas luces y que le hacen llegar los que sólo quieren agradar sus oídos. Es probable, en efecto, que Cristina Kirchner carezca de información veraz sobre muchas cosas que suceden en su país. El sistema de centralización y autoritarismo que estableció en la administración rechaza las malas noticias y atrae a las aduladoras. A su vez, la información incorrecta induce a tomar malas decisiones políticas y económicas.

Los sindicalistas tampoco son inocentes. ¿Para qué insistir en paros, como prometen, contra un gobierno al que sólo le quedan seis meses de vida? ¿Para qué extender la protesta a 36 o 48 horas, como anuncian? ¿Para qué, si la respuesta será siempre la misma: nada? Los movimientos sindicales de ahora son también una advertencia al gobierno que viene. "Seguiremos igual si el próximo gobierno no nos comprende", anticipó Moyano, aunque matizó: "Al final, Macri nos comprende más que estos progresistas".

Los problemas sociales y laborales existen. Pero en el medio se filtran los intereses contrapuestos de un gobierno que se va y de un sindicalismo que aspira a la eternidad. Lo que el Gobierno necesita es mantener las apariencias (sólo las apariencias) de cierta estabilidad económica. Se lo impone un futuro sin poder explícito. Los líderes gremiales necesitan algún triunfo sobre este gobierno para enterarlo de su poder al próximo gobierno. Eso está detrás del escenario. Delante de él es fácilmente advertible que los aumentos salariales sirven de muy poco en un país con uno de los índices inflacionarios más altos del mundo y, encima, con un impuesto que les saca gran parte de su valor. La batalla entre el cristinismo y los sindicatos es una atractiva mezcla de intereses políticos y de conflictos verdaderos.