El papa Francisco ha lanzado una consigna conservadora, al parecer reñida con los tiempos modernos, al sostener que "dos o tres palmadas en el trasero no vienen mal" en la educación de los chicos, lo cual contradice las corrientes modernas, que van en sentido contrario, hasta proponer la eliminación de los castigos corporales a cargo de los padres.
Si la facultad de aplicar a los niños "palmadas en el trasero" con fines correctivos les fuera negada a los padres, por otra parte, ¿sobre quiénes recaería? ¿Sobre los maestros, sobre el Estado? Se supone que todo niño, por ser menor, no ha desarrollado plenamente aún sus facultades de discernimiento. Hasta que sea adulto, ¿quién debiera reemplazarlo? En teoría, los padres, puesto que son los que más los quieren. Éste es un criterio general, que reconoce excepciones en los casos de padres desalmados. Pero no se puede legislar para las excepciones.
Por eso la doctrina tradicional respeta la prioridad de los padres, dejando aparte los casos de excepción. Pero esta doctrina es objetada incluso en los tiempos modernos, que tienden por su parte a eliminar totalmente los castigos corporales a los menores. Si se eliminaran los castigos corporales, empero, reaparecería en escena el Estado, a quién Hobbes llamó el "Leviatán" ("dios mortal") por su infinita capacidad de ejercer el mal, ya sin límite alguno a la vista.
Llama la atención, en este sentido, que el propio Papa, pese a su fama de "progresista", se haya inclinado por un criterio conservador en relación con la educación de los menores. En general, el autoritarismo trata a los ciudadanos mayores como si todavía fueran menores, mientras el progresismo trata a los ciudadanos menores como si ya fueran mayores. En este asunto, como en tantos otros, es difícil alcanzar un punto de equilibrio que ponga en su lugar a cada una de las dos visiones contrapuestas.
Si un Estado se inclinara por la severidad hacia sus súbditos, caería en un extremo de la balanza, en tanto que un exceso en sentido contrario lo haría oscilar del lado opuesto. Hoy resulta más peligrosa, al parecer, la impunidad, por sus efectos contrarios a la vigencia universal de la ley que es, al menos en principio, la norma de mayor alcance en esta materia.
No se olvide, además, que en la democracia, que es nuestro sistema, son los propios súbditos los que definen las normas a las cuales serán sometidos. Esta ordenación supone en el pueblo una gran autodisciplina, una gran madurez, ya que será él mismo quien resultará afectado por sus propias decisiones.
Aquí asoma el riesgo de la demagogia, que es una tentación de la democracia, una tentación inevitable en medio de la humanidad que nos envuelve. El perfeccionismo, la pretensión de legislar como si pudiéramos ser perfectos, es en tal sentido uno de los mayores peligros de la democracia porque alude a la visión del pueblo como si fuera perfecto, como si no pudiera percibir, en definitiva, sus propias limitaciones.
Quizás éste sea el momento de apreciar lo que podríamos llamar "la audacia de la democracia". Delegar en el propio pueblo la facultad de autorregularse, en efecto, ¿no supone una gran apuesta? ¿No implica subir hasta el cielo una gran apuesta por parte del pueblo?
Al contemplar a la democracia como un acto de audacia, como una intrépida apuesta del pueblo en favor de sí mismo, se expone al mismo tiempo la vulnerabilidad y la grandeza de la democracia. En un momento determinado de la historia, un pueblo apuesta por sí mismo. Rompe sus cadenas. Aspira a la libertad. Sufre un sinfín de dificultades. Y, sin embargo, aquí y allá prevalece, hasta que se pone a la cabeza de las naciones. Al fin de este balance, podríamos definir la democracia como el supremo acto de confianza de un pueblo en sí mismo. Una confianza que los siglos no han hecho más que confirmar, eso sí, después de innumerables vicisitudes.
Los pueblos podrían calificarse, según hayan suscitado o no la confianza de sus gobernantes y, sobre todo de sí mismos, si estuvieron a la altura de su destino o si su destino fue quedarse en algún punto del camino. Hay un tercer grupo de naciones, pues, sin definirse, entre ellas, la nuestra.