En el cual se juega la sucesión presidencial. No cualquier cosa. Un dato que no registra antecedentes en la larga década kirchnerista.
Néstor Kirchner no sufrió ni una huelga gremial. Su mayor desafío callejero fue durante el 2008 el turbulento conflicto con el campo. Cristina Fernández también zafó de esa presión hasta noviembre del 2012. El final de la tregua coincidió con cuatro circunstancias: la muerte del ex presidente en octubre del 2010; el progresivo deterioro de la situación económico-social; la ruptura de la Presidenta con la alianza histórica tramada por su marido con Hugo Moyano; la posterior atomización del panorama sindical.
Fue tan brusco el cambio producido que dejó un registro indesmentible en las estadísticas. Desde el retorno de la democracia se sucedieron 39 huelgas generales. Sólo cuatro, incluida la de ayer, correspondieron al tiempo del matrimonio presidencial K. Las mayores cosechas se la llevaron, por supuesto, los radicales Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. Les siguieron Carlos Menem y Eduardo Duhalde.
Aquella mirada no implicaría ninguna deslegitimización del paro que tuvo en sus raíces un reclamo genuino. La modificación del impuesto a las Ganancias. Es decir, la defensa del salario. Más transparente, imposible. También podrían añadirse ciertas quejas solapadas, como la inflación o el techo que el Gobierno pretende imponer a las discusiones paritarias.
Pero la masiva convergencia sindical, incluida la oficialista, permitiría
descubrir un subtexto del cual debería tomar nota la Presidenta. También los
presidenciables, de cualquier linaje, que se encuentran ahora en plena carrera.
El gremialismo, peronista y de izquierda, se propuso ofrecer una demostración de
poder. Y lo consiguió.
Esa voluntad resultó tan manifiesta que la medida de fuerza fue fogoneada
inicialmente por los gremios del transporte. Detrás y de a poco –por temor a una
deserción de último momento– se sumaron las centrales obreras. En el último
paro, de fines del año pasado, Moyano, Luis Barrionuevo (CGT Azul y Blanca) y
Pablo Micheli (CTA) habían quedado algo desairados por la ausencia de la UTA,
que conduce el líder K Roberto Fernández. El dirigente fue entonces bien
permeable a las presiones y los caudalosos subsidios del Gobierno.
La falta de transporte, como ocurre siempre, otorgó a la medida una consistencia compacta. Pero esa consistencia se nutrió de las vertientes mas diversas. Los gremios de aquel rubro están divididos entre la CGT de Moyano (camioneros y aeronáuticos) y la CGT kirchnerista de Antonio Caló (UTA y La Fraternidad). Unos y otros coincidieron en la protesta.
Cristina, como siempre, pretendió minimizar la realidad cuando esa realidad le resulta adversa. Sostuvo, durante su undécima cadena nacional del 2015 para un módico acto en La Matanza, que todo habría quedado reducido a un simple paro de transporte. Que el 10% ciudadanos le había impedido trabajar al 90%. Omitió que los bancarios, el gremio de la alimentación y Luz y Fuerza, entre varios, también adhirieron. Son todas organizaciones que se cobijan bajo el poder kirchnerista.
Su reacción, tal vez, haya estado asociada al fracaso político de su Gobierno. A la imposibilidad de frenar o, al menos, desmembrar como otras veces la medida de fuerza. Las gestiones de Aníbal Fernández, el jefe de Gabinete, y Axel Kicillof, el titular de Economía, resultaron vanas. El Ministerio de Trabajo está virtualmente vacante desde que Carlos Tomada resolvió zambullirse en la campaña electoral porteña. Persigue para su futuro una banca que le permita aplacar la previsible incómoda sintomatología de la abstinencia de poder.
Caló no puso ninguna objeción a los gremios de su sector que resolvieron sumarse a la protesta. Moyano y Barrionuevo se lo agradecieron en público. Los tres otean el horizonte político de una manera distinta aunque acordaron que éste era el momento político, económico y social adecuado para transmitir su propio mensaje. De anticiparle al sucesor de Cristina un par de cosas: los desarreglos sociales que deja el modelo y la determinación sindical, llegado el caso, para enfrentarlos.
Caló sería el único que, en ese aspecto, tendría una postura definida. Apoya la continuidad K a través de Daniel Scioli. El gobernador de Buenos Aires nunca se priva de decir aquello que sus socios desean escuchar. Disparó horas antes de la huelga un mensaje vacuo de solidaridad con los trabajadores. Moyano bascula entre los diferentes campamentos. Un hombre de su confianza, Omar Plaini, está cerca de Scioli. Uno de sus hijos, el diputado Facundo, milita con Sergio Massa. El mismo jefe de los camioneros estuvo días pasados con Mauricio Macri. Nadie debería sorprenderse si apareciera, de pronto, junto a Margarita Stolbizer. Aunque en ese segmento de la centro-izquierda talla el ceteista Micheli.
El jefe porteño, después de su alianza electoral con la UCR, escarbaría la posibilidad de integrar una mesa sindical donde no falte Moyano, aunque sin convertirlo tampoco en protagonista exclusivo. El macrismo cavila que la discreta aproximación con el sindicalismo podría darle la musculatura definitiva que la restaría para sentirse cerca de un ballotage contra Scioli. Pero tal vez para desbaratar esa maniobra Massa irrumpió en las horas de la medida de fuerza con oportunidad y, también, oportunismo. Anunció que de convertirse en presidente eliminaría el impuesto a las Ganancias. Un enunciado sin explicaciones.
Massa observaría también con interés una de las pestañas que todavía anda suelta en aquel abanico sindical. Barrionuevo detesta a Scioli, descree de Macri y comulga con los peronistas federales. Su corazón electoral late muy cerca de José Manuel de la Sota. Pero el futuro del gobernador de Córdoba es un enigma. Estuvo en las vecindades de Massa: pero las vueltas del diputado del Frente Renovador enfriaron la relación. Habría federales del PJ con intención de reanimarla. Entre ellas, la diputada Graciela Camaño, esposa de Barrionuevo. Por ese costado podría tener el gastronómico una presunta posibilidad de ingreso al massismo. El fruto estaría aún verde. Algunos comportamientos suyos demoran la maduración. Su referencia a Kicillof como el “rubito que no tiene respuestas”, frente a la demanda insatisfecha por el impuesto a la ganancias, no cuajaría con la pulcritud verbal que acompaña a Massa cada vez que debe hablar sobre sus adversarios.
El sindicalismo quedó satisfecho con su demostración. Aunque duda que constituya una receta válida para ver cumplidos sus reclamos. Tampoco tiene en claro los próximos pasos que pueda dar. Una huelga de 36 horas, como la que promociona Barrionuevo, sonaría desgastante frente a la sociedad y estéril, a lo mejor, ante un Gobierno flaco y en retirada.
Los presidenciables habrían tomado nota ayer del poder vigente que mantienen, cuando se lo proponen, las estructuras sindicales. Cristina habría percibido con disgusto, por su lado, que esos caciques comenzaron a despedirla.