La educación de niños y jóvenes que tienen algún tipo de discapacidad constituye una cuestión compleja, a la cual en el pasado y todavía hoy se le han dado soluciones injustas. Con frecuencia se ha recurrido a una separación dolorosa del niño o del adolescente con capacidades diferentes, a quien se le impedía, de ese modo, el contacto y la interacción social necesaria. Después de un largo proceso, se ha logrado, en la actualidad, una solución plena de comprensión humana: la educación inclusiva.
Ese avance se ha concretado en el siglo en que vivimos, a través de la convención aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 13 de diciembre del 2006. La finalidad principal de dicha convención fue "promover, proteger y asegurar" el goce pleno de derechos y condiciones de igualdad y libertad fundamentales para las personas con discapacidad y promover, asimismo, el debido respeto por su dignidad.
En el curso del tiempo y en el escenario de distintas culturas se han sucedido concepciones de diverso carácter acerca de la cuestión tratada. Así, por ejemplo, en la Edad Antigua, existió la absurda creencia de que eran los dioses los que castigaban las culpas de los mayores a través de las limitaciones que padecían sus descendientes. Más tarde, cuando la acción médica se volcó a fortalecer la posibilidad de una rehabilitación, se incorporó un criterio alentador: quien tenía una discapacidad, al superarla o reducirla, podía ocupar un papel activo también en beneficio de los demás. Se introdujo luego la idea de que la discapacidad era un mal social, razón que obligaba a los miembros de la comunidad a asumir el compromiso de cuidar de los miembros afectados.
Por último, en tiempos más recientes, cobró fuerza un modelo de desarrollo humano que, partiendo de la afirmación de principios de igualdad de derechos y de dignidad, dio fundamento a una afirmación de resonancia jurídica y moral: quienes padecen de discapacidades merecen medidas que garanticen el pleno reconocimiento de sus derechos.
Se estima que en nuestro país hay 600.000 niños y jóvenes con capacidades diferentes. Ellos tienen derecho a la educación inclusiva, que procura el mejor desarrollo del potencial que poseen, de modo que puedan participar libre y productivamente en la sociedad.
Este modo de ver el problema que supondría su formación educativa, implica lo opuesto a un enfoque exclusivista, que aparta a un estudiante de los cursos regulares por la existencia de una discapacidad, sin ofrecer otra opción en un nivel de igualdad con otros estudiantes. Otra forma de separación educativa es la del alumno con capacidades diferentes que asiste a un instituto de educación especial pensado y organizado para responder a determinadas discapacidades.
Puede citarse, también, la llamada educación integracionista que se desarrolla en una escuela común, donde la escolarización admite chicos con discapacidades, siempre que estén en condiciones de adaptarse a la organización y métodos de enseñanza comunes.
Si bien esta forma de actividad escolar tiene puntos de semejanza con la educación inclusiva, existe una diferencia de relieve, pues esta última modalidad se ubica en la línea de un proyecto de cambio del sistema educativo en el cual todas las escuelas puedan recibir en sus aulas alumnos con diferentes capacidades, para lo cual deben eliminar las barreras arquitectónicas que aun en muchas jurisdicciones subsisten.
Esto permite entender la amplitud de la propuesta de educación inclusiva, cuya realización plena deberá unirse con otros cambios significativos, como en lo que se refiere al proceso de formación docente y a las metodologías de trabajo pedagógico. De allí que cualquier proyecto educativo deba contemplar en el futuro una adecuada inversión en capacitación y en remodelación de las aulas, para que la escuela común sea alguna vez para todos, partiendo de la premisa de que todos somos iguales y todos somos diferentes.