Entre la negación y los errores, Cristina Fernández se va encerrando en un enorme escándalo. Ese escándalo tiene el fuego de un magnicidio de proporciones desconocidas, como la jueza Sandra Arroyo Salgado definió la muerte de su ex esposo, Alberto Nisman. Tiene además en vigencia la denuncia del fiscal de la tragedia, que acusó a la Presidenta y al canciller Héctor Timerman, por presunto encubrimiento terrorista a raíz del atentado en la AMIA, que costó 85 vidas.
Aquel escándalo, a esta altura, no debería sorprender porque hace rato que la Presidenta ha dejado de controlar lo que sucede por afuera de su minúsculo núcleo de poder. Apenas cuenta con la mansedumbre de un peronismo –que mira a Daniel Scioli y no entiende la dura competencia de Florencio Randazzo– dispuesto a contradecir quizá su propia historia: estaría dispuesto a acompañar a la mujer líder hasta la puerta del cementerio, como lo hizo siempre. Aunque esta vez, además, ingresaría junto a ella.
Su sistema político activo se circunscribe a La Cámpora y a un par de ministros que deben dar la cara. Aníbal Fernández es tan impúdico para defender lo indefendible como lo era Jorge Capitanich. Pero luce menos ridículo. La gestión asoma casi congelada, salvo los vagones de Randazzo o las apariciones de Timerman tratando de explicar por qué razón la Argentina se ha metido en este peligroso enredo internacional. El kichnerismo sigue teniendo reflejos políticos avejentados, como si transitara todavía una época de auge. Un fiscal ahora notorio recibió la semana pasada en su despacho la visita de un emisario camporista que le formuló una propuesta seductora pero innoble, a fin de aplacar ánimos caldeados en el Poder Judicial. Sobre todo, para que apacigue el brote investigativo sobre la corrupción. “Te equivocaste, muchacho”, lo despachó.
Cristina no estaría peor de lo que está porque, lamentablemente para la fe de su relato, no existe nadie que la quiera ni la pueda suceder ya, ni en las presentes condiciones. La teoría del “golpe blando” es otra fábula. El único poder militar, el del general César Milani, jefe del Ejército, le pertenece. La oposición apenas puede consigo misma, forzada por la carrera electoral. Se avizora en el país la repetición de un fenómeno que nunca ayudó a consolidar la democracia. Al contrario, la ha debilitado. La construcción de una alternativa de sucesión dentro del sistema se haría con las ruinas del Gobierno que se va antes que con materia genuina de aquel que se propone llegar. En suma, un nuevo poder dependiente en exceso sólo del humor social.
El enorme escándalo va, por otra parte, dejando en evidencia que el relato de la Presidenta calaría únicamente entre la clientela que continúa encandilada. Frente al pobre espectáculo que queda luego de una década larga, esa clientela no sería por cierto nada desdeñable. Pero hay a la vez una mayoría social harta y descreída. Aquel relato sin proporciones terminó de anegar la confianza en la palabra pública. Esa palabra cae irremediablemente bajo una sospecha implacable. Habría un Estado incapaz de contener y representar a la sociedad.
Si tal fenómeno no existiera hubiera resultado difícil que el diagnóstico de Arroyo Salgado, con su reducido elenco de peritos, pudiera poseer en la percepción pública un valor superior al de la fiscal Viviana Fein y el poder político. Hizo aquel trabajo en la mitad del tiempo que la Justicia oficial y concluyó en algo. La ex esposa de Nisman, a diferencia del Gobierno, se comportó con pulcritud. Participó de modo pasivo, pero participó, de la Marcha del Silencio que el kirchnerismo y sectores de la Justicia K sólo se ocuparon de denostar. La tildaron de desestabilizadora. Calibró sus apariciones y no arriesgó juicios definitivos hasta que tuvo finalizado el trabajo de sus especialistas. Esa prudencia y las pruebas que adjuntó le sirvieron para consagrar la tesis del homicidio.
La jueza pudo haber pretendido más. Cuestionó el rumbo de la investigación aunque se cuidó de embestir contra Fein. En algún momento figuró en sus planes. Pero hubiera significado zamarrear la alfombra de una institución, la Justicia, a la cual también pertenece.
Tampoco le hubiera hecho falta el gesto porque en el poder del Estado (político y judicial), desde aquel domingo nefasto de enero sólo imperó el desconcierto y la turbación. Como consecuencia de la muerte, pagaron apenas hasta ahora dos agentes de la custodia de Nisman, que fueron separados de sus cargos. No se ha movido un pelo en la Policía Federal. Tampoco en la Prefectura, que vigila Puerto Madero e intervino no bien se conoció la novedad. La ministra de Seguridad, María Cecilia Rodríguez, defendió la actuación de la custodia. Sergio Berni sigue en su cargo aunque nunca pudo explicar con precisión delante de Fein lo que sucedió en el departamento del fiscal muerto hasta que llegó la fiscal. Fueron casi tres horas de una historia que está en blanco. Arroyo Salgado le apuntó al secretario de Seguridad. Según ella, le habría pedido que la autopsia del cuerpo de Nisman no se efectuara sin la presencia de sus peritos. La fiscal sostuvo que el funcionario jamás le comunicó nada. Hay testigos –de las decenas que irrumpieron en el departamento– que afirman que Berni le dijo a la Presidenta por teléfono: “Quédese tranquila, está todo controlado”. Fein sospecharía que en ese lapso pudieron ocurrir cosas que escaparon a su control. Se encargó de subrayarlo. Incluso le costaría creer cómo la custodia de Nisman estuvo desde el sábado tan ajena a la situación del fiscal muerto.
La muerte estaría tomando la dirección que tuvieron tantos dramas argentinos. Aunque de diferente envergadura, también los atentados en la Embajada de Israel y en la AMIA. Aquello que se investigó de mala forma al comienzo –por impericia o encubrimiento– terminó por naufragar en la nada.
Cristina y el kirchnerismo continúan enfrentando el escándalo con una sola receta. Buscaron cualquier recurso para intentar desacreditar al fiscal muerto. Lanzaron conjeturas sobre su identidad sexual, su adicción a las drogas, su supuesta inclinación al alcoholismo. Debieron abandonar cada uno de esos disparates ante la evidencia de los hechos. En ese aspecto, tanto Arroyo Salgado como Fein les cerraron la boca.
La Presidenta volvió a machacar con las intenciones golpistas de la denuncia por encubrimiento de Nisman. Contó como sostén con el fallo de Daniel Rafecas que incluyó parcial e intencionadamente dos borradores del fiscal muerto en los cuales elogiaba a la Presidenta en su viejo reclamo a Irán por la voladura de la AMIA. Esos borradores fueron escritos antes de la firma del Memorándum de Entendimiento. Jamás formaron parte de la denuncia. Otro aporte para enturbiar el clima corrió por cuenta de Raúl Zaffaroni. El ex juez de la Corte insistió que Nisman nunca habría escrito su texto. O lo habría hecho en alguna situación de extravío.
Como ocurrió con el diagnóstico de Arroyo Salgado frente al mareo del Gobierno, también la decisión de Gerardo Pollicita de apelar aquella desestimación de Rafecas adquirió una dimensión especial comparada con el apresuramiento del juez. El fiscal impuso, sobre todo, un criterio de sentido común. Opinó que el rechazo de Rafecas, sin reparar en las pruebas solicitadas, podía tener el mismo sentido extremo que pudo apreciar en aspectos de la denuncia de Nisman. Y que dada la gravedad institucional de la teoría del encubrimiento terrorista por la AMIA lo más saludable resulta realizar la investigación. Para aventar sospechas y recuperar algo de la confianza popular.
Tal vez, aquella ofensiva del fiscal muerto se demuestre en el futuro inoperante. Pero serviría, al menos, para descubrir el basural por donde se acostumbró a transitar la política kirchnerista. Algunas de las escuchas difundidas, de las cientos que poseía Nisman para su denuncia, resultarían aterradoras. Luis D’Elía, el ex piquetero, aparecería casi como un personaje marginal. Importarían más las conversaciones del delegado iraní, Alejandro Khalil. También alusiones al sheik Suhail Assad, vínculo de Hezbollah y discípulo de Mohsen Rabani, ex agregado cultural iraní en la Argentina y uno de los acusados por Nisman. O las revelaciones de Alan Bogado. Este espía o no espía, según la versión del Gobierno, fue el único personaje que Rafecas dejó fuera de la desestimación. Se lo escucha a Bogado hablar sobre La Cámpora, sobre las actividades de Cristina y detalles sobre su salud, entendibles en alguien del riñón de la Casa Rosada o de Olivos. El hombre del poder oculto empezó en las últimas horas a blandir también la teoría del golpismo. Se presentó a declarar en Tribunales para enchastrar con esta historia a algún dirigente que trabajaría en el Frente Renovador, que lidera Sergio Massa.
A lo mejor nada de todo aquel submundo alcanza para convertir en judiciable la denuncia de Nisman. Pero habría informaciones de esos personajes que empalmarían con lo que se pudo verificar en la realidad. ¿Transó o no Cristina con el régimen de Teherán?
No existe indicio de que la Presidenta y su Gobierno hayan tenido que ver con el trágico epílogo del fiscal. Pero se trata del peor episodio de violencia política desde el 2001. Y uno de los más graves de la nueva democracia. Eduardo Duhalde no gatilló en el 2002 contra Maximiliano Kostecki y Darío Santillán. Pero supo asumir su responsabilidad política. Esas diferencias no se agotarían simplemente en los gestos.