Ésa fue la respuesta que nos dio Marisa, la mujer de Julio Strassera , cuando unos amigos le preguntamos por qué había rehusado el ofrecimiento que hizo el gobierno de la ciudad para que el velatorio del fiscal se hiciera en la Legislatura porteña. Un velatorio en un lugar público hubiera facilitado que mucha gente pudiera despedirse de Julio, pero también habría restado privacidad e intimidad al último contacto de sus seres queridos. Esa frase y esa actitud de su compañera sintetizan uno de los aspectos de la figura de Strassera.

¿Por qué lo conocía tanta gente? ¿Por qué lo saludaban en todos lados? ¿Por qué lo paraban por la calle? Su extendido reconocimiento público se asienta, según creo, en dos razones. La primera, sin duda, en el papel histórico que le tocó desempeñar como fiscal en el denominado Juicio a las Juntas Militares. La segunda, porque esta admiración se depositaba en una persona que supo tener conductas republicanas.

Julio Strassera fue un hombre decente, modesto, austero, sobrio, alejado de los personalismos y egocentrismos de muchos personajes públicos. Poseedor de un temperamento pasional, fue un polemista incansable, agudo, filoso e irónico. Quienes lo conocimos y tratamos recordaremos siempre sus acaloradas discusiones, la vehemencia con que defendía las causas que entendía justas en cualquier sitio, en un despacho, en un café, en la puerta del Palacio de Tribunales, en las comidas de amigos. Era un buen amigo. Uno de los últimos libros que leí el año pasado me lo recomendó Julio. Es una "oda a la amistad", me dijo. Se refería a La nieta del señor Linh, una deliciosa novela de Philippe Claudel, donde el noble sentimiento de la amistad aparece entre dos hombres de culturas y costumbres muy diferentes, que ni siquiera pueden hablar entre sí, porque no tienen una lengua común. Strassera sabía encontrar el lenguaje común de la amistad.

Pero más allá de las anécdotas de quienes tuvimos el privilegio de ser sus amigos, la sociedad argentina recuerda a Julio Strassera por el rol de fiscal que el destino le asignó en el juicio a las juntas militares. Se trató sin duda de un proceso de características excepcionales. No había un precedente nacional ni universal del juzgamiento de hechos de una dictadura saliente por parte de un tribunal civil, aplicando exclusivamente las leyes comunes. La práctica argentina había sido siempre la del olvido a través de amnistías generales; incluso los militares habían ya dictado una ley de "autoamnistía", cuya validez era reconocida por muchas de las fuerzas políticas. Los militares negaban que se hubiera cometido delito alguno, versión que era aceptada por buena parte de la sociedad. Muchos de los presuntos autores de delitos se encontraban en actividad y al mando de tropas. A la vez, legítimamente, las víctimas y los familiares de los desaparecidos, como la mayoría del pueblo, le reclamaban al nuevo gobierno democrático que esclareciera lo que había ocurrido y que castigara a los autores de tan horrendos delitos.

Pese a las enormes dificultades que planteaba ese contexto, y asumiendo los riesgos que implicaba para el sistema democrático, el presidente Raúl Alfonsín tuvo la audacia de someter a juicio a los máximos responsables de los crímenes cometidos durante la dictadura. Recayó sobre Julio Strassera la responsabilidad de llevar adelante la acusación en ese difícil proceso, de suerte incierta. Y Julio estuvo a la altura de las exigencias de la historia. Su desempeño fue inolvidable.

La esencia de la actividad del fiscal es representar a la sociedad para asegurar que la ley se aplique sin distinciones, especialmente a los poderosos. El fiscal Strassera promovió el juicio y la condena de quienes habían sido los amos de la vida y de la muerte en la Argentina, representando cabalmente la demanda social de justicia. Seguramente, la perfecta coincidencia entre esta demanda con el acabado ejercicio de la función ha hecho que Strassera quedara como paradigma de lo que significa ser un fiscal.

En la Argentina actual se percibe claramente esta exigencia de que el fiscal procure la aplicación igualitaria de la ley, sobre todo frente al poder. Esto explica la fuerte reacción popular ante el arbitrario intento de remoción del fiscal Campagnoli, por intentar investigar casos de grave corrupción gubernamental. De igual modo, el rechazo que produce la conducción facciosa del Ministerio Público, por parte de la doctora Gils Carbó, lesiona la independencia funcional de los fiscales. La muerte en circunstancias aún dudosas del fiscal Nisman, inmediatamente después de haber denunciado a la Presidenta y al canciller por la suscripción del inexplicable convenio con Irán, ha dejado en la población una fuerte sensación de sospecha, incredulidad y frustración respecto de las investigaciones judiciales y el comportamiento del Gobierno. Y en especial frente a la aparición de una siniestra trama de servicios de inteligencia vinculados con la Justicia y el poder.

La Justicia está hoy en el centro de la arena política. Hace 30 años, cuando la democracia nacía, la Justicia era un simple actor de reparto en el escenario del poder. En cambio, ahora tiene un rol protagónico y está bien que así sea. La Justicia se encarga de que se cumplan muchas de las promesas de la democracia, la igualdad ante la ley, el efectivo goce de los derechos, la sujeción de la autoridad a los mandatos de la Constitución y de la ley. Es una suerte de guardián calificado del régimen democrático. No pueden sustituir a las mayorías, pero sí controlar y limitar sus actos cuando se viola un derecho. Sin embargo, para poder cumplir estas tareas debe ser creíble frente a la ciudadanía. La legitimidad de sus decisiones no deriva directamente de la soberanía popular, sino de la confianza pública en que va a resolver los asuntos bajo su conocimiento con independencia e imparcialidad, sin presiones ni injerencias indebidas, sujetándose sólo a la ley.

La tensión que se observa hoy entre el Gobierno y la Justicia no puede causar sorpresa. El Gobierno concibe una democracia en la que quien tiene la mayoría de los votos posee el poder absoluto, sin límites ni posibilidad de crítica o disenso. Estas ideas, claramente autoritarias, llevaron a que se intentara dominar la rama judicial por diversos caminos. A través del Consejo de la Magistratura, de la partidización del Ministerio Público, con la aparición de la línea política oficial llamada Justicia legítima o con la "democratización" de la Justicia. Al fracasar estos intentos, aparecen ahora las absurdas acusaciones de "partido judicial", de "golpismo" o de gobierno de los jueces. Todas cortinas de humo que esconden la pretensión de gobernar sin límite alguno. Quedará seguramente para el próximo gobierno asegurar la independencia de los jueces y restablecer la confianza pública en el funcionamiento eficaz y transparente de la Justicia.

Con la muerte de Julio Strassera, muchos hemos recordado las históricas palabras que pronunció al cerrar su acusación, para tenerlas como faro que alumbre nuestras conductas futuras. Al condenar los hechos que se juzgaban, y como compromiso hacia adelante, utilizó la memorable frase del informe de la Conadep y les pidió a los jueces, y a todos nosotros, "Nunca más". Honrar hoy esa promesa significa para los argentinos aplicarla a varias cosas. Nunca más a la corrupción de los funcionarios públicos. Nunca más a los abusos de poder. Nunca más a la violencia y a la intolerancia.

El autor es ex camarista federal